Mientras los ministros de Trabajo de la Unión Europea aprobaban la ampliación de la jornada laboral a 65 horas semanales, en la localidad donde vivo los vecinos distribuyen folletos advirtiendo del peligro de recoger teléfonos móviles abandonados porque pueden ocultar una bomba de ETA “con dinamita”.
Creo que esta escena ilustra mejor que ninguna otra la victoria del proyecto político y mediático que tenía como objetivo grabar en las mentes ciudadanas la psicosis terrorista y evitar cualquier crítica, reivindicación o ni siquiera el intento de comprender la realidad. Se desplazan de la mentalidad del individuo necesidades o deficiencias no resueltas, se aceptan limitaciones a la libertad en aras de la anhelada seguridad y se convierte al individuo en más conformista en la medida en que adopta la psicología de animal amenazado y atemorizado.
Somos muchos los que llevábamos tiempo advirtiendo que, independientemente de quien estuviera detrás de atentados terroristas o acciones armadas, el poder había encontrado el patrón psicológico perfecto que terminaría con ciudadanos pidiendo policías, guardias civiles, militares, vigilantes jurados, controles de carretera, de aeropuerto, en la recepción de los hoteles, en las grandes autopistas, en la carreteras comarcales, cámaras de vigilancia –sólo en el Reino Unido hay 4’2 millones de cámaras de circuito cerrado de televisión-, control de los correos electrónicos…
Hemos llegado a una sociedad que, obsesionada con asedios yihadistas, mafias procedentes de Europa del Este y nacionalismos desesperados, ve con tranquilidad tres guardias jurados en el control de equipajes de una estación de tren aunque no haya ningún operario que ayude a una anciana a subir al vagón. En el supermercado no nos importa que falten cajeras –o cajeros- mientras comprobemos que existan vigilantes a la salida que garanticen nuestra seguridad.
El pasado mes participé el día de San Isidro en una especie de romería popular de un pueblo de Castilla donde todos los vecinos de una localidad de mil habitantes pasaban el día en el campo. La ambulancia de la Cruz Roja estuvo presente para atender cualquier necesidad apenas unas horas, pero durante toda la jornada hubo tres vehículos de la Guardia Civil. La ambulancia, además, debe ser pagada por el Ayuntamiento y se nutre de profesionales voluntarios mientras que la Guardia Civil, como todos sabemos, forma parte de la plantilla del ministerio de Defensa. La sensación de terror creada, paradójicamente, por las políticas antiterroristas ha provocado que la ciudadanía pida y pida presencia de fuerzas de seguridad sin pensar si sus necesidades son otras. Los poderes públicos lo saben y optan por aparentar políticas eficaces con medidas y agentes del orden innecesarios. De ahí que con toda seguridad los vecinos protestarían más por el cierre de un cuartel de la Guardia Civil que por un ambulatorio. La humillación de la incautación de mi espuma de afeitar o una pequeña botella de agua mineral antes de subir a un avión no solamente no indigna, sino que crea la sensación de que nos están protegiendo nada menos que del viajero que se sienta al lado. El prójimo se ha convertido en un peligro que los cuerpos de seguridad neutralizan mediante la incautación de su botella de agua mineral. Sería una locura pretender unirme a él para protestar contra el aumento de la jornada laboral si hasta pido que lo “desarmen” para que me acompañe en el avión.
Si la psicosis terrorista permitió en Estados Unidos que el resultado de las elecciones presidenciales de 2001 fuese un tema menor comparado con la cruzada contra el terror en la que estaban inmersos, ¿cómo no va dejar a un lado en Europa algo tan irrelevante como el número de horas a trabajar cada semana, para centrarnos en la vigilancia de teléfonos móviles itinerantes que se emboscan a la espera de incautos a los que explotarles mediante la carga de dinamita que portan? Atrás queda la regulación de la Conferencia General de la OIT en Washington de octubre de 1919 que estableció el convenio por el que se limitaban las horas de trabajo a ocho diarias y cuarenta y ocho semanales. Hay que modernizarse.
Naomi Klein en su magnífico libro La doctrina del shock, ya explica cómo ha llegado a la conclusión de que la paz ha dejado de ser pretendida por los gobernantes y los grandes grupos empresariales. La situación de que no podía haber prosperidad económica en medio de la violencia y la inestabilidad ha quedado atrás. El psicópata modelo económico al que nos hemos abocado ha desarrollado toda una infraestructura de negocio en torno al terror y la inseguridad. No sólo se trata del tradicional beneficio de los fabricantes de armas, hablamos de enormes ganancias para el sector de seguridad de alta tecnología, aseguradoras que se lucran del miedo, servicios de vigilancia hasta el infinito. Si el índice Dow Jones bajó en 2001 tras los atentados del 11-S, el Nasdaq subió siete puntos tras las bombas en el metro de Londres. Además el terror paraliza reivindicaciones laborales, desplaza los controles sobre los gobiernos y multinacionales e inhibe propuestas ciudadanas de regeneración democrática. En este momento el fin de la amenaza terrorista y la estabilidad mundial sería un desastre económico y político para gran parte de consorcios y gobiernos.
La expresión reaccionaria de que no es bueno cambiar de caballo cuando se está cruzando el río se ha vuelto más eficaz que nunca en la actual situación de psicosis mundial. Cómo vamos a movilizarnos contra el aumento de la jornada laboral si estamos a punto de morir por la onda expansiva de un móvil que han dejado Bin Laden y la guerrilla colombiana de Tirofijo con el asesoramiento de ETA.