El pasado sábado 1 de marzo aviones del ejército colombiano, asesorados por el Comando Sur de Estados Unidos, invadían el espacio aéreo y terrestre de Ecuador y masacraban a 17 guerrilleros de las FARC mientras dormían. Entre ellos, estaban el número dos de la organización, Raúl Reyes, el cantante de vallenato Julián Conrado y, presumiblemente la esposa del primero e hija del número uno de la organización, Manuel Muralanda “Tirofijo”, Olga Marín.
Reyes llevaba más de treinta años en la guerrilla viviendo en la selva, salió de ella durante los diálogos con el presidente Andrés Pastrana entre 1998 y 2002 para explicar al mundo las propuestas de las FARC mediante una gira por varios países de Europa y América Latina. Anteriormente, en 1997, estuvo en Costa Rica reunido con representantes del gobierno de Estados Unidos. Después abandonaría los cómodos hoteles europeos y costarricenses para volver a la selva, al lado de sus compañeros de armas y causas.
A Olga Marín la conocí en Europa hace más de diez años, logró encontrarme a través de amigos comunes que me convencieron para asistir a una cita a ciegas, en unos tiempos en los que yo tenía muchas reticencias para reunirme con colombianos desconocidos. Aunque aparentemente discreta y sencilla, comprendí que era una mujer firme de ideas muy claras. Ella me preguntaba sobre la política española y sobre cómo difundir las propuestas de las FARC al mundo. Yo le interrogué por las relaciones de su organización con el narcotráfico y me respondió con la iniciativa de la guerrilla para la sustitución de cultivos ilícitos. Cuadramos la forma segura de seguir comunicándonos, me regaló un CD de Julián Conrado y nos volvimos a ver meses después en el mismo país y algún año más tarde en otro continente. Llegaron los atentados del 11-S, la calificación de organización terrorista y las FARC dieron instrucciones a todos sus portavoces y representantes en el extranjero para volver a la selva. Olga lo cumplió y nunca la volví a ver.
Sobre Julián Conrado quiero recordar estos versos suyos dirigidos a esas mismas tropas que les mataron: “Soldados abran los ojos / que están cayendo sus mismos hermanos, / la gente humilde que protesta por la mala situación. / Mientras un pobre civil es aporreado por un pobre uniformado, / feliz de la vida el rico mira como se le moja el barrigón. / Mandan al hijo ajeno a pelear, / pero ellos nunca pelean, / de la patria el hombre es lo principal / y al hombre de la patria lo estropean”.
Sus enemigos dicen que las FARC son sólo un grupo de narcotraficantes, pero los narcos, aunque algunas veces se escondan, viven en yates y palacios, conducen lujosos automóviles y llevan guardaespaldas. No viven en la selva, y menos todavía salen para reunirse con gobernantes extranjeros a proponerles acuerdos de paz. Los narcos no se interesan por acuerdos humanitarios que permitan la liberación de sus socios y compañeros, como hacen las FARC. Y, por supuesto, no van aireando propuestas de sustitución de cultivos ilícitos que permitan a los campesinos colombianos abandonar la coca. Los narcos no exponen su seguridad concediendo entrevistas donde piden una salida dialogada al conflicto o liberando retenidos como prueba de sus intenciones negociadoras. Mienten –y lo saben- quienes les acusan de narcotraficantes y terroristas
No sé si Raúl, Olga, Julián y el resto de sus compañeros que cayeron el día 1 de marzo luchaban de la forma más acertada por un mundo más justo, pero sé que estaban convencidos de que lo hacían. Ello les convierte en mil veces más honorables que quienes les han matado en nombre de la lucha contra el terror y el narcotráfico.