Durante muchos años, los amigos de la revolución cubana teníamos como un tabú: afrontar la sucesión del presidente cubano Fidel Castro. Al anticastrismo, en cambio, ya sólo le quedaba como único elemento gratificante regodearse en esa misma idea como un acontecimiento natural e inevitable, tras asumir que las otras opciones intentadas no habían tenido éxito. Era entonces desde las troneras contrarrevolucionarias donde más entusiasmo se le ponía al asunto, y más alharaca organizaban ante un desmayo, un rumor o el enésimo supuesto informe de la CIA que le endosaba una nueva enfermedad al comandante.
El interrogante de la sucesión era la gran pregunta que, con soberbia o con timidez, nos hacían en público o en privado, según compartieran o no con nosotros la revolución cubana. Y como tabú que era, volvíamos de nuestros viajes a La Habana sin más datos o elementos que los que nos fuimos, simplemente convencidos en que eran los cubanos los encargados de resolver esa cuestión que, como tantas otras quizás más difíciles, habían logrado vencer.
Y en esa situación estábamos cuando irrumpe el discurso de Fidel en la Universidad de La Habana el 17 de Noviembre pasado. Allí, cuando ya llevaba varias horas hablando, aborda la reversibilidad del socialismo, su estado personal de salud, y los problemas de corrupción que afronta la revolución. Precisamente todos los asuntos que considerábamos tabúes.
Y por si fuera poco, un mes más tarde, el 23 de diciembre, el ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Pérez Roque, vuelve a tratar el tema de la corrupción, de la moral revolucionaria y del futuro de Cuba sin la generación del Moncada. Y, a su lado, escuchando atentamente, Fidel Castro.
Fue curioso el silencio que siguió en los sectores contrarrevolucionarios militantes y en los grandes medios de comunicación. Décadas hablando de la corrupción de Cuba, de la inviabilidad de la revolución tras la ausencia de Fidel y, cuando desde La Habana, comienzan a discutir de esos temas, se quedaron mudos.
En cambio, en el entorno de los amigos de Cuba, pudimos comprobar que no había en ese país, en ese gobierno y en ese presidente ningún error, preocupación o asunto que no pudiera ser afrontado y debatido abiertamente. Porque claro que en el socialismo cubano hay problemas, y graves. La gran hipocresía, como escribió Belén Gopegui, es que cuando en el capitalismo se va la electricidad, se derrumba un edificio, se descubre un fraude multimillonario en un banco o un presidente va a cumplir ochenta años, nadie dice que el capitalismo no funciona y debe producirse una transición. Y, en cambio, esa es la única música que se oye sobre Cuba en Europa y Estados Unidos.
Poco después, en el mes de enero de este mismo año, siendo yo director editorial del canal internacional Telesur, plantee a la corresponsalía de La Habana un reportaje sobre cómo se veía en Cuba la continuidad de la revolución sin Fidel Castro. Como es sabido, Cuba es copropietaria de Telesur y su corresponsalía tenía suficiente autonomía como para no aceptar mi propuesta informativa. No hubo ningún obstáculo, a los pocos días estábamos emitiendo las reacciones y declaraciones de periodistas, académicos, representantes sociales y gente que paseaba por La Habana a la pregunta de una Cuba después de Fidel.
Y mientras una sociedad entera discutía sobre su futuro, reconocía sus problemas y debatía cómo resolverlos, el razonamiento al otro lado del estrecho de la Florida era sencillo: Castro tiene Parkinson, lo dice un informe secreto de la CIA.
Era el vivo ejemplo de dos modelos de afrontar el futuro. En un lado, un pueblo reconociendo problemas y buscando soluciones. Al otro, un grupo emboscado esperando y leyendo ansiosamente informes –e instrucciones- de la CIA que traten de muertes.
Porque existe además un elemento fundamental en ese conflicto entre Miami y la Isla, que olvidan los no cubanos. Los cubanoamericanos que esperan el asalto a la revolución –que no son todos- lo hacen acariciando los viejos documentos de la época de la dictadura de Batista donde se acreditan sus antiguas propiedades. Mansiones, jardines, playas, obras de arte… que ahora son colegios, centros de salud, patrimonio público en museos o viviendas de quienes nunca tuvieron casa. Y eso lo sabe cada cubano que reside en la isla. El colegio de su hijo, el parque donde pasea, la empresa pública donde trabaja, no era del pueblo antes de la revolución. Era de una oligarquía que lo sigue reivindicando a pocas millas al norte.
Por eso en Cuba a casi todo el mundo le preocupa el futuro de la revolución. Y casi todo el mundo está dispuesta a defenderla.