El problema de la impunidad o de la permisividad legal ante determinada acción ilícita no es tanto que se quede sin castigo quien la cometa, como que se siente el precedente para que una gran mayoría decida también realizarla. Me estoy refiriendo a la manipulación informativa e, incluso, directamente a la mentira. El poder desmedido de los grupos de comunicación ha provocado que durante las últimas décadas, en nuestro entorno, ningún gobierno ni poder legislativo se haya atrevido a poner coto a su capacidad de engañar y mentir. Después vino internet y las redes sociales, y el resto de la sociedad entendió que por qué no puede mentir también si esos sacrosantos baluartes de la información que se venden en el quiosco están mintiendo todos los días.
Como los medios además tenían que ahorrar gastos a toda costa, decidieron eliminar corresponsales, enviados y tiempo de dedicación a contrastar noticias, y tiraron de esas redes sociales. De modo que las mentiras se retroalimentaban: mentiras en el periódico que eran respondidas con mentiras en las redes, vídeos falsos en youtube que saltaban como fuente informativa a la televisión, imágenes de supuestas movilizaciones que decían ser masivas o sucedidas en un lugar concreto y solo eran alharacas de media docena o en otra punta del globo, padres que pedían ayuda por la grave enfermedad de una hija y colaban su trola a las televisiones, presidentes que acusaban a países de armas de destrucción masiva y no encontraban el mínimo rigor periodístico que exigiera pruebas de veracidad.
La campaña electoral estadounidense ha sido el zenit del caos informativo. Las mentiras han circulado por las redes con mayor fruición que las verdades. Evidentemente si lo que fascina es la espectacularidad y el escándalo, la imaginación siempre podrá ser más fructífera que la realidad.
La última gran bola la ha protagonizado la asesora de la Casa Blanca Kellyanne Conway, que se inventó una «masacre» que nunca existió para justificar el veto impuesto por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a los ciudadanos de siete países de mayoría musulmana. Durante una entrevista con la cadena MSNBC, Conway aseguró que la orden ejecutiva promulgada el 27 de enero estaba justificada en parte por la «masacre de Bowling Green» de 2011, aunque en realidad este hecho nunca tuvo lugar.
La impudicia con la que se están colocando falsedades llega a que esta misma asesora, ante otra mentira del jefe de prensa de la Casa Blanca afirmando que hubo más personas en la investidura de Trump que en la de Obama, respondiese diciendo que el portavoz no había mentido a los periodistas sino que simplemente había presentado unos «hechos alternativos».
El Oxford Dictionaries, la sociedad que edita el Diccionario de Oxford, eligió el vocablo “Postverdad” como palabra internacional del año 2016. Postverdad ha sido definida como un término que «denota circunstancias en las que los hechos son menos influyentes sobre la opinión pública que las emociones o las creencias personales». No es que Posverdad sea sinónimo de mentira pero casi, en la medida en que supone que la verdad se convierte en un elemento secundario e innecesario frente a la intencionalidad emocional.
La cuestión de la verdad va mucho más allá del periodismo. En un sistema -el democrático- que pretende regirse por la voluntad y la decisión de los ciudadanos, la verdad es el elemento fundamental para su salud.
Se afirma que la opinión pública es el principal poder en una sociedad democrática pero, si por la negligencia de la ley y las instituciones y por la indolencia ciudadana, dejamos que esa opinión pública esté secuestrada por la mentira, será entonces la mentira quien nos gobierne.