Tras las últimas elecciones generales algunos vieron el vaso medio lleno y celebraron el fin del bipartidismo, otros no lo vimos tanto e insistimos en que los dos grandes partidos siguen gobernando las autonomías no nacionalistas y acaparan una mayoría absoluta en las urnas y en parlamentarios nacionales.
El despegue de Podemos y las candidaturas de cambio que se incorporan a su grupo político, a pesar de contar con un número de diputados que nunca llegó a conseguir Izquierda Unida, se enfrentan al mismo dilema que lleva sufriendo la coalición durante décadas, muy oportunamente explotado y rentabilizado por el PSOE y su entorno mediático: si no les apoya estará alineándose con la derecha montando la dichosa pinza, y si lo hace, un sector de sus votantes le dará la espalda por considerarles cómplices de las políticas neoliberales socialistas. El coste de ese dilema en términos de debate interno siempre terminó siendo tremendo para Izquierda Unida, si echamos la vista atrás veremos que todos los conflictos y escisiones han girado en torno a qué postura debía adoptarse ante una investidura socialista. Después, apoye o no apoye al PSOE, participe o no participe en un gobierno conjunto, termine la legislatura de ese gobierno socialista con más o menos apoyos ciudadanos, los resultados ante las siguientes elecciones nunca terminan siendo buenos para la coalición. La casuística -nacional o autonómica- recoge todas las situaciones para poder comprobarlo.