Vivimos tiempos en los que los ciudadanos forman sus ideas, fobias y filias al ritmo de los medios de comunicación. Un ejemplo muy elocuente es la necesidad de que los miembros de los jurados populares, a pesar de haber asistido en primera fila al desarrollo del juicio, deban ser sometidos a aislamiento de los medios para que no sean influenciados. Algunas veces pienso que quizás se debería hacer lo mismo con los electores durante las campañas electorales.
Una de las consecuencias del nivel de perversidad al que puede llegar esta situación es lo que se ha llamado el “terrorismo de la indignación”. Se trataría del nivel de aceptación de crímenes, asesinatos y violaciones de derechos humanos y legislaciones al que puede llegar una ciudadanía o una sociedad a la que previamente se le ha espoleado para provocar su indignación. Los ejemplos o aplicaciones -como se prefiera llamar- son múltiples. Desde la indignación por el holocausto judío que sigue aportando réditos para que los sucesivos gobiernos de Israel sigan atropellando todo el derecho internacional y masacrando al pueblo palestino, hasta la indignación por unas víctimas de atentados de ETA que son utilizadas constantemente para justificar torturas en comisarías, terrorismo de Estado o violación de derechos civiles. No se trata de negar la indignación de los descendientes de un judío víctima del holocausto nazi o de la esposa de una guardia civil, se trata de que no se utilice esa indignación para seguir provocando más violaciones de derechos, más terror.
Si observamos los últimos acontecimientos bélicos internacionales, el terrorismo de la indignación ha sido bien explotado para lograr el apoyo o al menos el beneplácito de la opinión pública internacional a acciones armadas que, de otro modo, hubieran sido intolerables. Y no solamente eso, en muchas ocasiones ni siquiera eran verdaderos los acontecimientos con los que se provocó esa indignación.
Fue el terrorismo de la indignación por una limpieza étnica que no existió el que sembró el silencio internacional para bombardear Yugoslavia, el terrorismo de la indignación por la muerte de unos neonatos arrancados de sus incubadoras en Kuwait y un cormorán manchado de petróleo -y que tampoco sucedió- el que logró el apoyo internacional a Estados Unidos en la primera invasión a Iraq, fue el terrorismo de la indignación despertada tras el desenterramiento de unos cadáveres para mutilarlos y presentarlos como un asesinato de Estado en Timisoara (Rumanía) lo que provocó que una turba asesinara al presidente del país y a su esposa.
El resultado salta a la vista. El terrorismo de la indignación por una mujer lapidada en Afganistán, unos opositores perseguidos en Siria o Libia y quizás mañana un homosexual ahorcado en Irán, termina provocando más mujeres, opositores y homosexuales asesinados por las intervenciones armadas legitimadas por el terrorismo de la indignación que todos los auténticos o supuestos sátrapas, que previamente los medios y quienes los dirigen consiguieron que nos indignaran.
Pascual Serrano es periodista. Su último libro es La prensa ha muerto: ¡viva la prensa! (Península)