El exterminio de seres humanos no sólo conlleva una serie de prácticas abominables, capaces de reducir a miles de personas «a la diezmillonésima parte de una mierda», tal como le gustaba decir a uno de los más crueles carceleros del franquismo. Ya fuese en la Alemania de Hitler, en la España de Franco o en la Argentina de Videla, las políticas represivas absorbían una parte sustancial del presupuesto estatal. Desde el soldado que activaba las cámaras de gas en Auschwitz hasta el torturador que hacía retorcer de dolor a sus víctimas en Buenos Aires, pasando por el verdugo español que destrozaba a sus condenados en el garrote vil… Todos, absolutamente todos, cobraban religiosamente a final de mes.
En mayo de 1976, cuando aún no se habían cumplido dos meses del golpe de estado en Argentina, los cuerpos policiales que aterrorizaban a los habitantes ya habían gastado un 70% de su presupuesto anual… y aún quedaba mucha gente por morir. En vísperas de un invierno austral que prometía sangre y dolor, los jefes policiales se vieron obligados a pedir una inyección de 12 millones de dólares. Según los cálculos realizados entonces, las tareas represivas iban a insumir, al menos en 1976, unos 400 millones de billetes americanos.