Llevamos años comprobando un modus operandi de la política internacional que por mucho que intentemos denunciar nunca será suficiente. Nos referimos a esas campañas internacionales, políticas y mediáticas, de denuncias de gobiernos por corrupción, falta de garantías democráticas, violación de derechos humanos, homofobias, persecución de mujeres o cualquier otro tipo de cuestión a la que los ciudadanos occidentales somos sensibles. Países de cuyos gobiernos y políticas nunca habíamos tenido noticias, y menos todavía de cualquier movimiento de oposición, aparecen como súbitos satanes, y su ciudadanía como centro de rebeliones. Un día sucede con Birmania, otro con Tibet, otro con Libia, con Siria, con Bielorrusia, ahora con Ucrania.
Recuerdo en la década de los ochenta, durante el gobierno sandinista de Nicaragua, toda una campaña internacional de denuncia contra ese gobierno por el trato marginado y represor que le estaba dando a los indios misquitos, un grupo étnico que habita en la costa este de Centroamérica. Cuando lograron derrocar a los sandinistas y la derecha tomó el control del país, se dejó de prestar atención a la situación de esos indios y ya nunca volvimos a saber de ellos. La historia se repite con la limpieza étnica de Yugoslavia, las lapidaciones de mujeres afganas con los talibanes o las cárceles iraquíes con Sadam Hussein. Las denuncias pueden tener cierta veracidad, lo curioso es la oportunidad de que empiecen a aparecer de modo tan sincronizado en los medios internacionales. En otras ocasiones simplemente no son reales y las denuncias forman parte de una campaña de desprestigio de un determinado gobierno. Una vez sensibilizada la opinión pública internacional, el mensaje es que “algo deberemos hacer contra esa injusticia”. Lo impresionante es que ese algo siempre termina siendo una intervención estadounidense para colocar un gobierno títere que no elimina ninguno de los problemas que indignó a las buenas gentes occidentales, pero que dejan de aparecer en los medios.
En su libro Overthrow, publicado en 2006, Stephen Kinzer –antiguo corresponsal de The New York Times- desentraña el método mediante el cual se gesta en Estados Unidos la preparación de un intervención en un país extranjero hasta el punto de ordenar y orquestar un golpe de Estado[1]. Kinzer señala que casi siempre se repite un proceso en tres fases[2]. En primer lugar, una o varias multinacionales con sede en Estados Unidos se enfrentan a un contratiempo financiero por culpa de un gobierno extranjero: aumento de impuestos, mejora de los derechos laborales, exigencias medioambientales, etc. En segundo lugar, los políticos estadounidenses se enteran y lo reinterpretan como un ataque contra Estados Unidos: “Transforman la motivación económica en política o geoestratégica. Dan por sentado que cualquier régimen que moleste o acose a una empresa norteamericana debe ser antiamericano, represivo, dictatorial y, probablemente, la herramienta de algún poder o interés extranjero que pretende debilitar a Estados Unidos”.
Yo iría más lejos y añadiría que presentan ante los ciudadanos del país de origen de la multinacional –a quienes no les incumbe el futuro de una empresa que solo beneficia a sus accionistas- y ante la comunidad internacional, al gobierno del país extranjero como violador de los derechos humanos, represor de la oposición y atentatorio contra las libertades. La tercera fase se produce cuando deben “vender” a la opinión pública, la estadounidense y también cada vez más a la del resto del mundo, la necesidad de la intervención. Es fundamental presentarlo como una lucha del bien contra el mal: “Una oportunidad de liberar a una pobre nación oprimida de la brutalidad de un régimen que creemos dictatorial, porque ¿qué otro tipo de régimen importunaría a una empresa norteamericana?”.
Como señala Naomi Klein en su libro La doctrina del shock, “(…) gran parte de la política exterior de Estados Unidos es un ejercicio de proyección en el que una reducidísima élite con intereses propios identifica sus necesidades y sus deseos con los del mundo entero”.
No olvidemos todo esto cuando las pantallas de televisión nos descubran los crímenes políticos en Siria, la corrupción de Ucrania o la homofobia de Rusia.
NOTAS:
1. Citado por Klein, Naomi. La doctrina shock. Paidós. Barcelona 2007
2. Es interesante la entrevista que realiza al autor la periodista Amy Goodman en Democracy Now 21-4-2006 http://goo.gl/coquCx
http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=3766