Página personal del Periodista Y Escritor Pascual Serrano

«Terrorismo la gran excusa», de Michael Parenti

Analizar las crueles políticas de los gobernantes norteamericanos conlleva doble mérito cuando se hace desde el propio país. Al igual que Noam Chomsky y James Petras, Michael Parenti es un clásico en esas investigaciones. Aunque se haya destacado más que los dos primeros en analizar las repercusiones en los ciudadanos de Estados Unidos, en esta obra aborda la política internacional de sus gobiernos y su relación con el terrorismo.

Acabado el comunismo y descartados los nacionalismos por los clamorosos dobles raseros que conllevaba, desde la presidencia de Ronald Reagan el terrorismo se consolidó como el ente maléfico a enfrentar y en nombre de cuya lucha poder justificar lo injustificable.

El 11-S permitió que el Congreso norteamericano aprobara la «Autorización para Declarar la Guerra que concede a Bush libertad para actuar militarmente contra cualquier nación, organización o individuo por él designado sin siquiera necesitar pruebas que justifiquen el ataque. Esta concesión ilimitada de poder que desafía el derecho internacional, la Carta de las Naciones Unidas y la Constitución norteamericana, transforma al cuasi-electo presidente en un monarca absoluto que puede disponer la vida o la muerte en cualquier rincón del mundo».

Pero todo eso no será gratis para los contribuyentes norteamericanos. Hace falta dinero para la guerra y una de las primeras decisiones tras el atentado es retirar de los presupuestos federales «una partida de 10.000 millones de euros asignada a la asistencia de menores víctimas de violencia doméstica o abandono (…). Por el contrario Bush se sacó de la manga una asignación de emergencia para las compañías aéreas por valor de 15.000 millones en metálico y de otros 100.000 en forma de préstamos con garantía y la promesa de nuevas ayudas». Como escribe Parenti: «Así que quien paga las irresponsabilidades económicas de las grandes compañías lanzadas a la libre competencia es al final el contribuyente norteamericano, solo que esta vez en nombre de la guerra contra el terrorismo».

El autor denuncia cómo los grandes medios excluyen de sus contenidos los puntos capitales de la agenda político-económica: una pobreza fruto del enriquecimiento de unos cuantos, las injusticias del sistema fiscal, las deficiencias de la asistencia pública, o la amenaza medioambiental de la globalización y los tratados monopolísticos de libre comercio.

A pesar de que desde hace medio siglo Estados Unidos ha llevado la muerte y la destrucción a poblaciones civiles desarmadas de América Latina, África, Oriente Próximo e incluso a Europa (Yugoslavia), «la necesidad de una máquina de guerra nunca ha sido objeto de un debate nacional». Una máquina que succiona cada año miles de millones de dólares de los contribuyentes norteamericanos y que dispone de «medio millón de soldados y oficiales asignados a trescientas noventa y cinco bases principales y cientos de destacamentos al menos en treinta y cinco países».

Sobre el 11-S, Parenti nos recuerda que «si lo que aborrecen los terroristas son las libertades, habrá que explicar por qué agredieron los símbolos de la dominación militar y económica, el WTC y el Pentágono, en vez de, por ejemplo, la Estatua de la Libertad». Un análisis coincidente con el del también norteamericano James Petras. En este caso, como en tantos otros, se le da el nombre de terrorismo y fundamentalismo religioso «sólo a lo que otros hacen contra nosotros». Denuncia Parenti cómo no se considera igual a los «fundamentalistas cristianos que actúan hoy en Norteamérica, por ejemplo los Soldados de Cristo, que colocan bombas en las clínicas que hacen abortos y que ya son responsables de varias muertes de médicos y enfermeras», o al ultraderechista norteamericano «que mató a 168 inocentes en el atentado terrorista de Oklahoma en 1995, convencido de que iba a asestar un golpe del muerte al Gobierno federal y a los judíos, liberales y laicos que han llevado a la Norteamérica cristiana y blanca por el camino equivocado».

Para que el autor pueda enfrentarse con su crítica a la ola patriótica norteamericana y al acoso de los ideólogos y mercenarios mediáticos de Bush, debe explicar que para comprender su oposición a las intervenciones norteamericanas hace falta distinguir entre «a) la causa inmediata; es decir, un grupo de fanáticos movidos por una interpretación demencial de ciertas ideas teológicas que mata a miles de personas por el procedimiento de estrellar aviones cargados de gente inocente contra las torres gemelas del WTC y el Pentágono y b) una serie de causas condicionales que se mueven por debajo de estos hechos, a saber, la serie de abusos e injusticias que los gobiernos occidentales y los intereses económicos han perpetrado contra otros pueblos así como la responsabilidad que corresponde al Estado de Seguridad Nacional de los Estados Unidos como primer causante de la pobreza, la injusticia y la represión que sufren en Oriente Próximo y otras áreas del mundo. Que consideremos las causas condicionales no se puede interpretar como una justificación de la causa inmediata».

De este modo «la sentencia de Bush o estáis conmigo o estáis contra mí lleva en realidad encerrada la proposición de que quien se oponga a la política de la Casa Blanca está de hecho con los terroristas».

La verdad es que no hay tanta diferencia entre Osama Bin Laden y George Bush. «Usamah Bin laden insiste en que Norteamérica, los norteamericanos y los judíos son los enemigos a combatir. Como rico, reaccionario, fanático y religioso, Bin Laden hace lo mismo que otros reaccionarios de todo el mundo: tomar agravios populares fundados en función de las condiciones de vida y dirigirlos hacia enemigos inexistentes».

Especialmente clarificador es el capítulo «Afganistán, una historia por contar». Muchos artículos han recordado las relaciones de Bin Laden con EEUU con el objetivo de expulsar al comunismo soviético de Afganistán, pero menos han sido quienes han explicado cómo se desarrolló la historia de este país mientras gobernaban las fuerzas de izquierda antes de la intervención soviética. Parenti detalla la llegada al poder del PDP en 1978, una coalición de fuerzas nacionales democráticas de tendencia marxista. Un gobierno liderado por el poeta y novelista Noor Mohammed Tarki legalizó los sindicatos, estableció un salario mínimo, un impuesto sobre la renta, e inició una campaña de alfabetización y programas populares de salud, vivienda y alcantarillado. Implantó políticas de emancipación de la mujer y comenzó a erradicar los cultivos de opio. Frente a ello se levantaron los terratenientes feudales y los mullahs fundamentalistas, todos ellos junto con los traficantes de opio recibieron el apoyo de Estados Unidos para dar un golpe militar un año después. En dos meses que gobernaron los golpistas se congelaron las reformas y se asesinó y encarceló a miles de seguidores y simpatizantes de la izquierda. Tras ese breve periodo, de nuevo el PDP logró recuperar el poder. De nuevo comienza Estados Unidos a acosar al gobierno reformista inyectando grandes sumas de dinero a los extremistas musulmanes y financiando mercenarios extranjeros, pagados y bien armados por la CIA. Fue entonces cuando el gobierno de izquierda tuvo que pedir ayuda a Moscú para enfrentar a los mujaidines islámicos. La excusa de la intervención soviética sirvió a EEUU para invertir 40.000 millones de euros en la guerra de Afganistán con los que pagaban a cien mil mujaidin procedentes de cuarenta países, entre ellos Bin Laden. A pesar de que los soviéticos abandonaron Afganistán en febrero de 1989, el gobierno popular aguantó la agresión mercenaria de fundamentalistas y gobierno de Estados Unidos otros tres años. Una vez derrocado tal y como buscaba el gobierno norteamericano, el fundamentalismo islámico, el terror entre tribus y señores de la guerra, el saqueo, la represión contra las mujeres y el cultivo masivo de opio se instalaba en Afganistán. Michael Parenti revela que hasta 1999 el gobierno de los Estados Unidos pagaba el salario completo de todos y cada uno de los cargos del gobierno de los talibanes. Cuando Bush apuntó a Afganistán como cabeza de turco del 11-S, su esposa Laura Bush «se reveló de la noche a la mañana como una ardiente feminista que consagraba sus intervenciones públicas a un detallado memorial de los agravios cometidos contra la mujer afgana». Después vendrían los bombardeos, los miles de muertos y millones de refugiados contra un país que ni había visto nacer ni había sido visitado por ninguno de los diecinueve terroristas identificados por los atentados del 11-S.

Parenti recuerda brillantemente que el intervencionismo norteamericano ha sido una constante en su historia. «Desde la II Guerra Mundial, el gobierno de Washington ha destinado más de 250.000 millones de euros a proveer las armas y la organización de las fuerzas internas de seguridad de más de ochenta países». «Por mucho que digan estar movidos por la defensa de los derechos humanos y la democracia, los gobierno norteamericanos han defendido a los tiranos derechistas (…) que usaron la tortura, el asesinato y el atropello de muchos ciudadanos en razón de su discrepancia política, como en Turquía, Zaire, el Chad, Pakistán, Marruecos, indonesia, Honduras, Perú, Colombia, Argentina, El Salvador, Guatemala, Haití, filipinas, Cuba (bajo Fulgencio Batista), Nicaragua (bajo Somoza), Irán (con el Sha) y Portugal (con Salazar)». Ha colaborado «con grupos contrarrevolucionarios que han practicado una brutal violencia sanguinaria contra la población civil de países gobernados por la izquierda»: UNITA en Angola, la Contra de Nicaragua, los Jemeres Rojos en Camboya (en la década de los 80), los mujaidin y después los talibanes en Afganistán. «El Estado de Seguridad Nacional de los Estados Unidos ha participado con guerras encubiertas o mediante grupos mercenarios contra los gobiernos reformistas o revolucionarios de Cuba, Angola, Mozambique, Etiopía, Portugal, Nicaragua, Camboya, Timor Oriental, Sahara, Egipto, Líbano, Perú, Irán, Siria, Jamaica, Yemen del Sur, Islas Fidji y Afganistán, entre otros». Se trata de acciones claramente terroristas dirigidas contra civiles desarmados.

Quienes se proclaman víctimas del terrorismo, han sido los principales patrocinadores de esa lacra. Como bien recuerda Michael Parenti, «el terrorismo sistemático de la explotación transnacional se cobra un impuesto espeluznante: cada día mueren en el mundo 35.000 menores a causa de hambre y de enfermedades derivadas de la miseria».

Termina el autor afirman que «el poder norteamericano tendrá que dejar de representar el papel de propietario único del planeta que no se siente obligado a dar cuentas a nadie de lo que hace: no puede mantener por más tiempo tiranos ni oponerse a los procesos democráticos y a los gobiernos que desafían el status-quo económico. La contienda se dirime entre los que consideran que tierra, trabajo, capital, tecnología, mercados y recursos naturales se pueden usar como reserva sin límite para la acumulación transnacional de beneficios y los que creemos que estos recursos son para el bienestar del pueblo».

Para muchos pueden resultar reiterativos los datos y acusaciones de Parenti, pero bien es verdad que todas las veces que se recuerden serán pocas para poder neutralizar todos los decibelios mediáticos destinados a silenciar la verdad sobre el historial de muerte del país que lleva decenios sembrando el terror con absoluta impunidad.

«Terrorismo la gran excusa. Lo que los Estados Unidos no quieren saber de ellos mismos». Michael Parenti. Editorial Kale Gorria.

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