Imaginad un pueblecito de mil habitantes. El debate político y social gira en torno a los problemas locales que más les afectan: el urbanismo, el funcionamiento de su centro de salud, el estado del alcantarillado, la próxima construcción de un centro de la tercera edad, la rehabilitación de la biblioteca, la reforma del parque infantil o la contratación de un nuevo policía municipal.
Sin embargo, un buen día, a las tres de la mañana, un vecino borracho tras cuatro o cinco gintonics, desde la barra de la discoteca insulta al alcalde porque no le deja techar el corral o dice que habría que pegarle un tiro al maestro porque suspendió a su hijo. Por supuesto, nadie le toma en serio o quizás le responde otro vecino, igual de borracho, diciendo que el cura es un «maricón». Lo habitual y lógico es que, al día siguiente nadie se acuerde de estos comentarios, la vida sigue igual, los temas que preocupan seguirán siendo, como es lógico y sensato, los primeros que señalamos. Creo que esta es una escena que, a buen seguro, se produce todas las semanas en cientos de pueblos de España.
El problema surge si, tras las declaraciones del primer borracho, un vecino las denuncia en el cuartel de la Guardia Civil. No se puede tolerar que se insulte al alcalde o se amenace de muerte al maestro. El boletín municipal de noticias, ni siquiera llega a ser periódico, informa profusamente del asunto porque suelen difundir todas las denuncias que se registran en el cuartel, el cronista habitual dedica al tema el editorial.