Página personal del Periodista Y Escritor Pascual Serrano

Desde el centro de exterminio de los militares argentinos

Cuando hablamos de centros de exterminio pensamos en los campos de concentración nazis, pero no son los únicos. Diversas dictaduras han recurrido a instalaciones donde torturar y asesinar a miles de inocentes. Una de ellas es la dictadura argentina que dejó entre veinte y treinta mil desaparecidos durante el período 1976-1983, cinco mil de ellos fueron detenidos y torturados en la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), lo que lleva a considerarla uno de los mayores centros de detención y tortura de América Latina. En sus instalaciones, que incluyen 35 edificios en una superficie total de 17 hectáreas, desde 2004 funciona lo que se denomina “Espacio Memoria y Derechos Humanos” presidido por un órgano tripartito integrado por el gobierno nacional, el gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires y un representante del Directorio de organismos de derechos humanos. Su destino, según sus fundadores, es “contribuir al recuerdo permanente de esta etapa trágica de la historia argentina, como ejercicio colectivo de la memoria, con el fin de enseñar a las actuales y futuras generaciones las consecuencias irreparables que trae aparejada la sustitución del Estado de Derecho por la aplicación de la violencia por quienes ejercen el poder del Estado. Asimismo, deberá transmitir que el compromisos con la vida y el respeto irrestricto de los derechos humanos deben ser valores fundantes de una sociedad justa y solidaria”. Los Estados miembros en la UNESCO aprobaron durante la conmemoración de los sesenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (2008) que allí funcione también el Centro Internacional para la Promoción de los Derechos Humanos.

De todos los edificios destaca el antiguo Casino de Oficiales. Se trata del lugar donde llegaban los secuestrados por la Armada, se les interrogaba, se les sometía a torturas y, en la mayoría de los casos, terminaban desaparecidos. El Casino se mantiene tal y como lo dejaron los militares años después de la llegada de la democracia al país, solo se puede visitar mediante un guía y no se permiten fotografías porque siguen abiertos los juicios contra los militares acusados de genocidio y crímenes contra la humanidad. Es difícil entrar y recorrer el edificio sin imaginar las escenas de terror, oír los gritos, ver la sangre, incluso adivinar las caras de los criminales. Y sin embargo, no hay ningún rastro o testimonio físico que aparente ser una prueba de lo allí sucedido. No hace falta, el testimonio de los inocentes que fueron torturados ha quedado en el aire, en cada rincón de cualquier sala, en cada fragmento de la pintura que se va desconchando de la pared.

Durante los años de la dictadura el complejo militar simultaneaba su función oficial de escuela profesional para los cadetes y militares de la Armada con el de centro clandestino de detención, tortura y exterminio concentrado básicamente en el Casino de Oficiales, cuyo nombre en clave era “selenio”, en referencia la diosa griega de la Luna. Los grupos de acción represiva ilegal durante el periodo de terrorismo estatal argentino recibieron la denominación de Grupos de Tareas. Tenían a su cargo la ejecución directa y material del plan represivo. El grupo de tareas de la ESMA se denominó GT 3.3/2. Comenzó su actuación con una docena de oficiales a los que se fueron incorporando un número creciente de marinos en activo y algunos retirados procedentes de distintas áreas de la Armada y de otras fuerzas represivas. Al ser un centro clandestino nadie fuera de la Armada conocía su existencia, los detenidos entraban encapuchados o con los ojos vendados, ningún juez, ni abogado, ni familiar podía conocer la situación ni menos aún visitar el centro o interesarse por ningún secuestrado porque al entrar en la instalación perdían su nombre, se numeraban y dejaban de existir. Los argentinos no podían ni siquiera transitar por la Avenida Libertador, la vía que pasa por delante del complejo. El centro pudo ser identificado por los secuestrados que sobrevivieron. Durante las audiencias que se celebraron para investigar los crímenes de la dictadura, identificaron el tren que pasa por las inmediaciones, los sonidos de los niños de un colegio cercano o los vehículos que circulaban por algunas avenidas cercanas.

Los responsables y ejecutores de los crímenes de la Armada se mantuvieron impunes hasta que hace seis años se derogaron la Ley de Obediencia Debida y la Ley de Punto Final, fue entonces cuando se pudieron reabrir los juicios contra los militares.

El edificio del Casino de Oficiales cuenta con tres plantas. En la primera de ellas se efectuaban interrogatorios y torturas simultáneas a varios secuestrados en las que participaban militares con la asistencia de médicos y sacerdotes castrenses que se convertían así en cómplices. Los religiosos en teoría tenían como función la asistencia católica a la comunidad de militares, pero diferentes testimonios de sobrevivientes los identifican como participantes en las sesiones de torturas presionando a los detenidos desde su supuesta autoridad religiosa para que facilitaran información. Las torturas consistían en la picana, el submarino seco y los golpes. La crueldad de algunos represores salió a la luz en diversos testimonios recogidos por la diferentes comisiones de la verdad y sesiones de juicio que se han celebrado. Así aparece el caso de una secuestrada a la que su represor le relataba durante la tortura que él mismo había asesinado a su marido y tenía en su poder a sus dos hijos.

El segundo piso de la Cantina era destinado a dormitorio de oficiales, a quienes parece que no les afectaba el descanso encontrarse al lado del lugar de las torturas. El tercero y último era el utilizado por lo que los organismos de derechos humanos denominan “capuchas”, ya que ni siquiera llegaron a tener la condición de celdas. Se trataba de la parcelación del suelo en cuadrantes de menos de tres por tres metros que se dividían en tres espacios mediante unos tablones menores de un metro de altura donde permanecían en cada uno de ellos, sentado o tumbado, un secuestrado siempre con la cabeza o los ojos tapados y encadenados a una bala de cañón de unos veinte kilos. La comida consistía en pan con mate cocido por la mañana y por la noche y un sandwich al mediodía. Existen casos de personas que llegaron a estar cuatros años secuestrados en el complejo. Algunos incluso optaban por no comer buscando la muerte y el fin de sus sufrimientos. En esta tercera planta también se encontraba una enfermería cuya principal función era asistir a los partos de las detenidas, a las cuales se les apartaba en el sexto o séptimo mes de embarazo. De nuevo aparece la complicidad de médicos y personal sanitario que pertenecía al ejército. Los hijos terminaban entregados a familias del entorno de los represores, se estima que fueron unos treinta a treinta y cinco casos. Tras el fin de la dictadura y mediante la lucha y movilización de las madres y abuelas se han logrado identificar a doce de estos hijos.

Algunos de los secuestrados fueron utilizados como trabajo esclavo al igual que sucediera en los campos de concentración nazis. Otro uso fue el de “marcadores”, que consistía en que los militares sacaban a algún preso y lo dejaban vigilado durante un rato en una plaza concurrida o una frontera, cualquier persona que le reconociera y se acercara a él terminaba igualmente secuestrado. Los apresamientos, también denominados succiones, tenían como objetivo no solo el desmantelamiento de grupos de oposición, sino sembrar el terror entre toda la sociedad por lo que sus criterios de secuestro eran muy arbitrarios. Si entraban en la vivienda de algún sospechoso detenían a quien allí estuviera, aunque en algunos casos se tratara de familias que solamente la habían alquilado sin ningún otra relación política.

El destino habitual de los secuestrados eran los vuelos de la muerte. Tras haber sido torturados para extraerles la mayor información posible, se les sedaba con pentotal y se les cargaba en un avión desde el que eran lanzados al mar. Aunque también se ha llegado a documentar la compra de grandes parrillas donde se cremaban los cuerpos de los que fallecían tras las torturas.

Cuando surgieron las sospechas de que en la ESMA se encontraba un centro clandestino de detención diversas instituciones internacionales de derechos humanos pidieron visitar las instalaciones. Una de las que fue aceptada fue la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Con objeto de que no pudieran descubrir lo que allí sucedía los militares trasladaron a los secuestrados a otro centro clandestino durante la visita de la Comisión y realizaron algunas pequeñas obras destinadas a ocultar pruebas que confirmaran los testimonios de algunos sobrevivientes. Se trata de obras burdas que permiten apreciar el ocultamiento de un ascensor identificado por los secuestrados, una escalera o algunos ventanales. Los equipos de investigación llegaron a descubrir marcas de iniciales dejadas por algunos de los secuestrados tal y como declararon en las comisiones de la verdad.

A la salida del centro se encuentra un libro de visitas donde observo que la expresión más repetida es “Nunca más”. Como si situaciones similares fueran solo cosa del pasado, pero el aislamiento sensorial y el ingreso clandestino en ausencia de abogados o familiares sigue siendo hoy una realidad en diferentes lugares del mundo. Incluso no hace tanto, el gobierno de Estados Unidos se vanagloriaba de haber lanzado el cuerpo de una persona al océano como hicieron los militares argentinos, y con el mismo argumento que recurrían los argentinos en su genocidio: la lucha contra el terrorismo. La ESMA deber servir para denunciar aquel crimen contra la humanidad, seguir exigiendo justicia para los culpables, pero también para identificar los países donde los gobiernos siguen sin hacer justicia con sus pasados dictatoriales, como en España, o lo que este centro de extermino tiene en común con otros centros actuales de detención, como el de Guantánamo.

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