Se llama Yira Castro, tiene 46 años y desde los quince es guerrillera de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Probablemente sea la guerrillera más antigua de su organización. Como ella misma señala, “ya no quedan mujeres con tantos años en la guerrilla como yo, han muerto, se han ido…». Hoy es comandante e integra la delegación que se encuentra en La Habana desde hace dos años en diálogos con el Gobierno colombiano para intentar una salida pacífica a un conflicto armado que dura más de cincuenta años.
Originaria del golfo de Urabá, una convulsa región de Colombia cerca de la frontera con Panamá, es difícil ver en esta mujer menuda una guerrillera de uniforme verde olivo y fusil al hombro. Forma parte de los miembros de la delegación reacios a entrevistas, en las pocas que ha concedido ha comprobado las tergiversaciones y manipulaciones. Ahora su desconfianza es constante y justificada. Horas de conversaciones nos han permitido compartir con ella asuntos que no suelen tratarse en las entrevistas con la guerrilla: la situación de la mujer, las relaciones sentimentales, las jerarquías, las muertes de compañeros, la visión que se tiene del enemigo, el escenario de una Colombia en paz…
Comienza relatándome su incorporación. Su familia era pobre, pertenecía al Partido Comunista de Colombia y vivían un acoso constante por las fuerzas de seguridad. “Le propongo a un comandante cercano que me ayude para seguir estudiando, y me sugiere entrar en la guerrilla, es lo único que puede ofrecerme. En esa joven edad en la que una idealiza la guerrilla, la propuesta me pareció estupenda, ya dos hermanos míos estaban allí. Mis padres no se opusieron. Ellos sabían que no tenían nada que ofrecerme, no podía estudiar, estábamos perseguidos… El futuro hubiera sido de pobreza, con muchos hijos igual de pobres a mi alrededor sin poder atenderlos. Mi mamá le dijo al comandante ‘de aquí se lleva a una niña, si algo no funciona, me la devuelve igual’. Yo no me arrepiento de ser guerrillera, pero sí de no poder haber estudiado. Me hubiera gustado ser médica. Pero siempre independiente, sin hijos ni nada así”.
Continúa explicándome aquellos primeros tiempos en la guerrilla: “Entonces, como éramos pocas mujeres, las demás me cuidaban constantemente, no me sentí una mujer adulta e independiente nada más llegar. En realidad, para el mando, mi presencia era más que nada un motivo de preocupación. Me mandaban a cumplir misiones cerca de la casa de mis padres con el objetivo de que me quedara allí y no volviera, pero yo siempre retornaba al campamento. El comandante pensaba que ojalá me quedara con mis padres y no volviera y así se quitaba un peso de encima. Aunque llegaron otras mujeres jóvenes, yo era la más pequeña, era el centro de atención de todo el mundo, hombres y mujeres. Pero siempre gocé de respeto. Esa atención desmedida era para ver cómo me ayudaban, más ternura que otra cosa. Sentían que les preocupaba que me deformara, me restringían ciertas cosas, novios, etc… Se puede decir que, en cierta forma, tuve una educación menos libertina, más conservadora, siendo guerrillera”.