La decisión del gobierno español de adoptar el modelo francés para la televisión pública por el cuál se elimina la emisión de publicidad, abre un periodo esperanzador para asistir al nacimiento de otro modo de afrontar el diseño de la programación de televisión. Como no podía ser de otro modo, las privadas asisten con entusiasmo a la iniciativa, seguras ahora de poder embolsarse la porción de la tarta publicitaria que facturaba TVE. Pero el asunto posee mucha más enjundia. Para empezar, la iniciativa gubernamental de que las televisiones privadas costeen el 10% del gasto anual de RTVE, es lógica en la medida en que son las beneficiarias de la nueva situación y que disfrutan de la concesión de un espacio radioeléctrico de propiedad pública. Algo similar a las empresas de telecomunicaciones (Telefónica, Vodafone u Orange), que asumirán el 24% del gasto, y que también disfrutan de unas licencias propiedad de la colectividad.
Hay que tener en cuenta que RTVE se enfrenta no sólo a la pérdida de los ingresos publicitarios (700 millones de euros) sino también a la necesidad de llenar los huecos de la programación que resolvía mediante los anuncios (nada menos que ocho minutos por hora de programación). De ahí la obligación de establecer medidas que garanticen la viabilidad del ente.
Aunque sectores de izquierda han expresado su preocupación, al igual que sucedió en Francia, en mi opinión se trata de una medida que se ajusta a lo que deberíamos considerar como una idea progresista por cuanto que elimina un elemento tremendamente distorsionador para la información como es la publicidad. En primer lugar porque ésta se fundamenta en desarrollar y promocionar un ciudadano consumidor, lo que ya supone un mensaje editorialista e ideológico enfrentado al individuo culto y crítico.
Por otro lado, la publicidad convierte a las audiencias no en el cliente del medio, sino en el producto. Me explico. El medio de comunicación oferta a las empresas y agencias de publicidad como principal atractivo sus cifras de audiencias, o lectores si se trata de un periódico. De forma que los ciudadanos somos ofrecidos a cambio de publicidad. Un millón de ciudadanos de audiencia valen un dinero a cambio de 30 segundos de anuncio, dos millones, el doble. Una vez cosificados y cuantificados los teleespectadores, es lógico que se busque a toda costa aumentar su número como único objetivo para aumentar la cotización de sus espacios publicitarios. De ahí la degradación absoluta de los contenidos de las programaciones, destinados sólo y exclusivamente a aumentar audiencias, no a informar ni a educar ni culturizar.
Por último, cualquier contenido que se enfrente al consumo será mal visto por el sector publicitario. No es lógico que una televisión haga en Navidad una campaña de austeridad y retorno a valores éticos alejados de la fiebre del consumo si se pretende seguir vendiendo espacios a El Corte Inglés. Tampoco difundir en los días previos de Reyes una serie infantil para fabricar sus propios juguetes si necesitamos la facturación de los anuncios de las empresas de juguetes para cuadrar el balance contable de la cadena.
No faltará quien diga que el nuevo modelo público sin la presión para conseguir audiencias puede desembocar en una televisión para una elite cultural, soporífera e ininteligible para las grandes masas. Eso sería tan manido como proponer eliminar las ayudas públicas a los museos, el ballet, la ópera o el teatro clásico en lugar de apostar por aumentar el nivel cultural de la población para que se acerque a esas artes. Tampoco tiene fundamento la reacción del diputado de Izquierda Unida Gaspar Llamazares, quien ha expresado su preocupación porque RTVE pierda liderazgo. No interesa ningún liderazgo en la televisión pública si no es para promover otro modelo de televisión alejada de la banalidad y la mediocridad. Y ese es el nuevo reto de TVE, sanear toda la basura y la frivolidad de su programación para hacerla más rigurosa, más democrática, más plural y más participativa, y sin renunciar a ser atractiva y líder de audiencia.
Por su parte, los españoles deberán ir asumiendo que contar con buenos medios públicos que tengan como norte el interés social cuesta dinero, como lo cuesta la sanidad o la educación, si no quieren que la información –un pilar fundamental de la democracia- sea apropiada por los poderes comerciales y empresariales. Ahora es el momento de exigir una televisión de calidad. Para comenzar es hora de que pongan en marcha el denominado “derecho de acceso”, una figura existente en nuestra Constitución que establece que los medios estatales deben ceder un parte de su programación para la libre disposición de las organizaciones sociales representativas (ONG´s, sindicatos, partidos políticos…), y que más de treinta años después no se ha puesto en práctica.