Ya ha sido condenado a muerte el ex presidente iraquí Sadam Hussein. No tenemos ningún interés en defenderlo pero es bueno repasar algunas características del juicio en un país ocupado en nombre de la democracia y la defensa de los derechos humanos. En primer lugar aunque se argumentó como una coalición internacional la que intervenía en Iraq, no ha sido la Corte Penal Internacional la que le ha juzgado. Quizás porque, como ha dicho la escritora iraní Nazamín Amirian, entonces no podrían haberlo condenado a muerte y así asegurarse su silencio.
En este juicio, desarrollado en un país bajo ocupación militar, sin infraestructura ni independencia judicial, fueron asesinados varios de sus abogados, otros renunciaron a la defensa ante las amenazas y uno de los jueces fue cesado a petición del gobierno.
Las intervenciones de Sadam Hussein en las sesiones no fueron nunca difundidas por los medios, ni grabadas, ni reflejadas en acta. Los periodistas tenían vetado el acceso a la sala, ni tampoco consta registro del juicio. La defensa no pudo citar a testigos cuya nacionalidad no era iraquí, por lo que, como bien recuerda Amirian, no se pudo saber quiénes le facilitaban desde occidente el ántrax y la toxina butilínica con la que fabricar sus armas biológicas. Tampoco los directivos de las empresas francesas y estadounidenses que, mientras ejercía de amigo de occidente en la guerra contra Irán, le proporcionaron las armas químicas.
Con el objetivo de azuzar la guerra sectaria entre sunitas por un lado, y chiítas y kurdos por otro, el delito enjuiciado es haber firmado la condena muerte de 143 chiítas en 1982. Por cierto, menos condenas de las firmadas por George Bush mientras gobernó Texas. Nada se dice sobre los cuatro mil comunistas iraquíes asesinados en 1963, aquello fue al servicio de la CIA y está perdonado.
Si la responsabilidad de la muerte de estas 143 personas se merece a horca, sería bueno reflexionar sobre qué condena merecen los responsables de los 654.965 muertos que la guerra de “liberación” en Iraq ha provocado en este país, según cifras de la revista británica The Lancet.