El uso que hizo la ultraderecha durante la primera ola de la pandemia insistiendo machaconamente en el número de muertos por COVID y responsabilizando de ello al Gobierno provocó que, tanto el Gobierno como numerosos medios progresistas, periodistas y analistas que no querían participar de ese acoso optaran por afrontar la cobertura de la enfermedad desde una óptica no catastrofista, e incluso constructiva: «todo saldrá bien», «saldremos más fuertes», «esto lo paramos entre todos». No solamente se reflejaba en los eslóganes, también en el tipo de información que nos llegaba y en las imágenes a las que se recurría. Ahora, seis meses después y en la segunda ola, seguimos evitando exponer la tragedia, no vemos imágenes de enfermos en hospitales, mucho menos de las UVI o de féretros o entierros (imágenes estas que no faltan cuando se trata de muertos por un atentado o un crimen de violencia común, ni, por supuesto, cuando los muertos son de otros países). Hemos visto cómo enterraban a los fallecidos en Brasil o en Estados Unidos pero no aquí. Vemos solo los ancianos cuando salen triunfantes de la UVI, pero nunca la foto de los que mueren. Se recogen en todas las televisiones los testimonios de los familiares de un anciano que ha sido maltratado por alguna desaprensiva cuidadora o cuidador en una residencia, pero no el del familiar cuyo padre murió por COVID.