Durante décadas entendíamos que la censura a los medios de comunicación procedía de los Gobiernos. Autorizaban unos periódicos, daban licencias a unas radios y televisiones, o prohibían otros periódicos o quitaban las licencias a otras radios y televisiones.
Luego llegó el mercado, con sus accionistas, su financiación, su publicidad… Si los bancos no prestaban dinero y no te refinanciaban la deuda, los anunciantes no te apoyaban o no tenías detrás grandes empresas que invirtieran, el medio también se veía obligado a cerrar. Eso sí, ya no le llamaban censura, era el mercado, amigo.
Pero ahora ha llegado un momento en que el sistema de consumo está controlado por los distribuidores, no por los productores. Ocurre en casi todos los ámbitos, por ejemplo en la alimentación, los que deciden lo que compramos no son las empresas que producen los productos, son las grandes cadenas. Ellas seleccionan qué refrescos, conservas o fruta vamos a comer, de dónde procederán y quién las fabrica o cultiva.
La decisión de una cadena de distribución de incorporar una marca de latas de atún o eliminarla de sus estanterías, supone la desaparición de una empresa o su ampliación al doble de producción y ventas. Lo explica muy bien Nazaret Castro en su libro La dictadura de los supermercados.
Sucede igual con la ropa, la empresa textil elegida por la cadena puede tener resuelta su viabilidad en la temporada o hundirse si sus productos no están en esos escaparates de la cadena de comercios.
En el capitalismo avanzado sucede algo similar con casi todos los productos: electrodomésticos, higiene, limpieza, jardinería, menaje… El productor no pinta nada, las grandes cadenas de distribución son las que decidirán quiénes son los elegidos para ser vendidos.
He explicado todo esto para acabar en los medios de comunicación, donde sucede lo mismo. Ahora son empresas tecnológicas y redes sociales las que se encargan de «distribuir» los contenidos informativos.
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