Cuando uno es menor de edad, deben ser sus padres o quienes posean la patria potestad, quienes le representen a efectos de asumir o cancelar contratos y acuerdos comerciales. Hace no tantos años, esta misma limitación afectaba a las mujeres, de forma que eran sus esposos o padres quienes, en su nombre, podían, por ejemplo, abrir una cartilla de ahorros. Cuento todo esto porque acabo de tener la misma sensación de ser menor de edad a efectos jurídicos. Durante toda una semana he intentado cancelar un contrato de telefonía móvil con una empresa, movistar. A pesar de haber llamado más de una docena de veces a lo largo de varios días, la conversación siempre terminaba ante la respuesta de que el ordenador donde se encontraban mis datos con los que poder gestionar la baja no estaba operativo, con el desvío de la llamada a un departamento que nunca respondía o la espera de unas instrucciones que terminaba con la finalización sin explicaciones de la comunicación. Así, llegué a la conclusión de que estaba prisionero de un contrato del que me era imposible renegar, mi contraparte no se relacionaba conmigo a través de una oficina o una ventanilla ni me permitía enviarles un sencillo escrito pidiendo la baja, la única alternativa era un sistema telefónico que controlaba a su capricho en una red de desvíos de llamadas y de operadores sin cualificar, deslocalizados en países del tercer mundo con contratos precarios, que tenían como único objetivo hacerme perder el tiempo y disuadirme de mi objetivo.
Ante ello, la única opción fue contratar con otra empresa diferente, de forma que era ésta última la que se encargaba de dar de baja mi contrato con la primera. Y efectivamente así fue, a las 24 horas de solicitar eso que denominan portabilidad -que mi número de teléfono pase a corresponder a la nueva empresa-, ya estaba recibiendo de ambas un aviso de que se había iniciado el proceso. Así es como tuve la sensación de ese menor de edad o esa mujer del franquismo, incapacitados legalmente para suscribir o anular un contrato, y que deben encomendarse a un adulto. Los monstruos empresariales son de una soberbia y poder tal que pueden anular nuestra capacidad legal y la única vía es recurrir a otra empresa –el adulto- quien sí que podrá resolver la gestión que el humilde y sencillo ciudadano no puede. Al igual que esa mujer del franquismo que necesitó la firma del esposo para abrir una cuenta corriente, yo necesité la intervención de una empresa de telefonía para anular el contrato que tenía con la anterior. El Gran Hermano empresarial es capaz de hacer las gestiones que tú –miserable ciudadano- tienes vedado.
Alguien dijo que el mayor avance del capitalismo se produjo cuando los sistemas jurídicos estadounidenses dotaron de personalidad legal a las empresas con unos derechos que, en muchos casos, terminaron siendo superiores a los de los ciudadanos. No es un secreto que si quieres pagar menos dinero a Hacienda o tienes una deuda con un banco, es mejor ser una empresa que ser una persona. Si George Orwell consideraba que el futuro poder más amenazante era el del Estado y el refranero español reserva ese concepto para la Iglesia o la monarquía (Con la Iglesia hemos topado o Las cosas de Palacio van despacio), la realidad es que son los grandes emporios empresariales los que se permiten el mayor desprecio y soberbia ante el ciudadano. Ningún ayuntamiento o ninguna administración pública hubiera atendido con tanto desdén una queja como el que encontré en la empresa de telefonía. De hecho descubrimos más atención a nuestra reclamación, por ejemplo, sobre el sistema de suministro de agua a nuestra vivienda, si llamamos a la concejalía de turno que si buscamos explicaciones en la empresa subcontratada por el Ayuntamiento. Me temo que si gracias a la Ilustración dejamos atrás nuestro papel de súbditos para convertirnos en ciudadanos, el capitalismo moderno nos está volviendo a convertir en súbditos de un servicio de atención telefónica.