En mis frecuentes viajes a Caracas he descubierto un perfil sociopático muy peculiar del del venezolano antichavista. Tengo esperanzas en que todos los opositores al gobierno de Hugo Chávez no sean así y mi experiencia no sea representativa, pero no puedo evitar compartir la vivencia de una docena de viajes entre Madrid y la capital venezolana, sentado con personajes cortados con el mismo patrón.
Cuando uno viaja en un trayecto diferente al de Madrid-Caracas comparte el tiempo con otros pasajeros con los que puede hablar de numerosos temas, desde los más intrascendentes y socorridos como la climatología o la película que están emitiendo, hasta otros más complejos como el libro que estamos leyendo, el trabajo, nuestros países o incluso la coyuntura política de nuestra sociedad. Si el viaje se hace hacia Caracas, es muy probable que uno termine sentado al lado de un venezolano, el cual cruzará el océano para ir a Europa básicamente por razones de turismo o negocio. Cualquiera de las dos posibilidades supone un alto poder adquisitivo para una sociedad donde todavía hay altos niveles de pobreza como es la venezolana. Y resulta sobradamente conocido que se trata de ese sector adinerado el que suele oponerse en mayor grado al presidente de Venezuela, algo legítimo por supuesto si se hace en el marco institucional, todos los gobiernos del mundo afrontan el rechazo de una parte importante de su población.
La diferencia que uno encuentra con el resto del mundo al compartir tiempo y espacio con esos venezolanos en el avión, es que ellos lo primero que quieren saber de ti es si “te gusta Chávez” para a continuación planificar las ocho horas de vuelo como una intensa labor de lucha ideológica contra sus políticas. Al principio reconozco que, apasionado como me considero de la discusión y el debate, no esquivaba la conversación, con lo que sólo conseguía provocar horas de crispación e histeria en mi compañero de viaje que me amargaba el vuelo. Lo triste es que las argumentaciones del venezolano se mueven en el espectro argumental que va desde que Chávez está loco hasta que Chávez es comunista, lo cual daba poco margen al razonamiento intelectual.
Ahora he decidido no posicionarme políticamente e intentar evitar la discusión ideológica, aunque en realidad no debería denominarla así porque, como ya he dicho, sólo gira en torno al estado psíquico del presidente de Venezuela, que es la única temática con la que se sienten cómodos para debatir. Ahora, mi acompañante de viaje antichavista venezolano me deja descansar algo mientras él se mantiene abducido por los anuncios de güisqui libres de impuestos de la revista de la aerolínea y hasta pueden ser simpáticos, aunque para confraternizar en lugar de interesarse por cómo es la ciudad donde vivo y si tengo niños, ellos me pregunta sobre cuántos automóviles utilizo y qué modelo son, lo cual me angustia mucho porque sólo tengo uno que compré usado hace siete años y no sé el modelo. En cualquier caso, a los pocos minutos, siempre con la sonrisa en los labios aprendida de los anuncios publicitarios televisivos y las telenovelas, de nuevo comienza a relatar la grave situación económica que atraviesa su país, a pesar de que ninguno de ellos me ha reconocido que su empresa se encuentre en mal momento. Y pocos segundos después ya estamos en el mismo escenario: Chávez está loco y quiere convertir a Venezuela en Cuba.
No puedo evitar sentir una sincera preocupación por la angustia de esas gentes, están viajando a Europa, muchas veces de turismo o a ver familiares y amigos, viven una desahogada situación económica con todas sus necesidades cubiertas y ahí están, desesperados, viviendo una tragedia que les mantiene desquiciados y encabronados y que, además, me quieren transmitir a mi.
Ya he optado por zanjar la discusión de la siguiente forma. Les aclaro que lo que sucede en Venezuela es que no gobiernan los suyos porque no han ganado las elecciones, que no se angustien, eso mismo me sucede en mi país, no gobiernan tampoco los míos y además tampoco han gobernado desde que yo nací. Les sugiero que hagan como yo, que se jodan y se aguanten y sigan respirando pausadamente, hablando en un tono de voz que permita a los que se sientan cinco filas atrás puedan escucharse, que no gesticulen ni hagan rictus faciales que la azafata pueda confundir con un ataque de hidrofobia o accidente cerebrovascular. Quizás lo que ha sucedido con la derecha en Venezuela es que, por primera vez, como han recordado los profesores Carlos Fernández Liria y Luís Alegre, se ven en la oposición y no les han servido los sistemas golpistas, violentos o corruptos con los que en la historia mundial han logrado que la izquierda nunca gobierne. Los que perdemos las elecciones en España y en cualquier país del mundo, seguimos viviendo normal, trabajando políticamente y criticando al gobierno por supuesto, pero sin histeria, aceptando los resultados electorales e intentando buscar argumentos y elementos racionales para explicar nuestra opción política. No pedimos a la azafata del avión una cuchara y una cacerola para seguir “explicando” nuestra posición política tal y como llevan años haciéndolo en Caracas por el sistema del cacerolazo. Reconozco que no me sirve de mucho esos argumentos, según ellos lo que podamos sufrir un español con un gobierno que no estemos de acuerdo, y al parecer también un iraquí bombardeado por un ejército ocupante, un palestino en un ghetto, un haitiano en una chabola o un afgano sobreviviendo en un desierto cultivando amapola no es nada comparado con la tragedia que está provocando el chavismo en un empresario como él que tiene, por ejemplo, media docena de concesionarios de automóviles que siguen batiendo record de ventas y que ahora se va de vacaciones a Madrid y Roma. Nunca conocí a gentes que hicieran tantos esfuerzos para ser desgraciados.