El 23 de septiembre de 2006 Roberto Saviano participó en un acto público en la ciudad Casal di Principe, en la región de La Campania, bajo control de la Camorra. Entre el público había numerosos jóvenes y estudiantes de la comarca, sobre los que era fácil imaginar su destino como víctimas o verdugos del crimen organizado. Saviano les retó:
“Iovine, Zagaria, Schiavone [nombres de los capos de la organización criminal]: no valéis nada, marchaos, esta tierra no os pertenece. Y digo a los chicos: pronunciad sus nombres, veis, se puede hacer. Pronunciar el nombre de un boss no te pone en peligro, es una tontería. Pero es el miedo a no decir su nombre lo que nos lleva a utilizar términos y expresiones como ‘aquél’, ‘él’, o ‘has visto quién pasó’ sin pronunciar el nombre propio jamás. Se trata de una especie de código con el cual creces, según el cual es mucho mejor no pronunciar algunos nombres”.
Así lo cuenta Pascual Serrano en el prólogo a su libro Traficantes de información (Foca), recién publicado, y que, al igual que otros libros anteriores del mismo autor, harían bien en leer todos los consumidores de prensa diaria y periódicos digitales, de informativos radiofónicos o televisivos. Siguiendo la recomendación de Saviano, Serrano se dedica en su libro a decir nombres, a dar nombres. En su caso, los de los amos de los grupos de comunicación españoles. Pues ocurre que, quienes “se supone que tienen la función social de informar, de lo que menos informan es precisamente de ellos, de quiénes son los dueños de las empresas de comunicación, en qué otras empresas participan, qué bancos les prestan el dinero, cuánto cobran sus directivos”; cuál es, en definitiva, la extensa y tupida red de sus intereses, que no parecen coincidir con los de una información neutral y veraz, menos aún con los de un periodismo de investigación resuelto a desmontar la fachada de los acontecimientos.
Es sabido que esos intereses calan en el mundo editorial, y prueba de ello es el destino sufrido por el mismo libro de Serrano. Éste lo escribió por encargo de Ediciones Península, que según Serrano no lo publicó finalmente debido al veto de los altos directivos y accionistas de la editorial. ¿Miedo? “Yo creo -responde Serrano– que más que miedo es soberbia. Desde el poder, quieren dejar claro que ellos son los que mandan, quienes tienen la llave de lo que se publica y lo que no.”
Como se ve, lo de dar nombres puede resultar peligroso, en contra de lo que Saviano dice. Puede entrañar, como en el caso de Serrano, el riesgo de no ser publicado. Un riesgo menor, sin duda, en comparación con otros que comprometen la integridad física. Pero un riesgo considerable, en definitiva.
Hay sin embargo otro riesgo, de sentido contrario, pero nada desdeñable tampoco, que lleva aparejado la determinación de decir nombres, de dar nombres. Y es que quien lo hace se arriesga a que sólo se oiga eso: los nombres. Uno pretende describir o denunciar una situación, desarrollar un concepto, explicar una idea, y, al dar cualquier nombre, ya sea como ejemplo ilustrador, como indicio, siquiera como anécdota al paso, el ruido que así produce silencia todo lo demás, o lo distorsiona. Ya sólo el nombre cuenta. Ya todo el razonamiento se interpreta ad hominem’. Ya la intención se personaliza, y apenas se atiende a la carga real de las palabras.
Ese código de silencio al que alude Saviano ha penetrado hasta tal punto nuestra cultura, que el sólo hecho de pronunciar un nombre, cualquier nombre, desata todas las alarmas de la atención y la focaliza en él. ¿Qué dice Fulano de Mengano? De pronto, eso es lo único que importa.
Cierto periodismo cultural de baja estofa se nutre de la práctica de destacar en negrita los nombres propios. El mecanismo que se pone así en marcha es de orden semejante al que, sordamente, desactiva el pensamiento crítico, el cual, a fuerza de imponerse a sí mismo no dar nombres para no emitir ruidos indeseados y no ser malinterpretado, se vuelve cada vez más abstracto e inservible.
Canetti hablaba de “la peculiar voracidad de los nombres”. ¿Cómo resistirse a ella? Seguramente, poniéndoles bozal y rompiendo los tabúes y los cauces que determinan su debido empleo.
Puede que la delación, entretanto, se haya convertido en el último género de la crítica, cada vez más acorralada.
Puede que nuestra última libertad consista en eso, en nombrar.
En dar nombres, no marcas.
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