Página personal del Periodista Y Escritor Pascual Serrano

Premiar la mala política, castigar la buena

Es interesante reflexionar sobre el nivel de crítica y exigencia hacia los gobernantes. No solo analizar si se les critica poco o mucho, sino por qué motivos. Qué asuntos tienen un gran coste en pérdida de apoyo y cuáles no les pasan factura.

Hace unos días vimos cómo unos ciudadanos de su comunidad increpaban al presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, en un acto público. Supongo que la mayoría hosteleros le criticaban la restricciones como medida de lucha contra la pandemia. No denunciaban la falta de ayudas, ellos exigían abrir y se mostraban seguros de que sus locales no podían ser lugares de contagio. Si Revilla no hubiera ordenado el cierre de bares y, como consecuencia, hubiera muerto un centenar de cántabros, seguro que no le hubieran increpado.

En la Comunidad de Madrid, la decisión de Isabel Díaz Ayuso de apenas decretar restricciones para bares y restaurantes es esgrimida como uno de sus argumentos electorales. «En Madrid el nivel adquisitivo es complejo porque se paga mucho. Es una vida difícil pero apasionante, porque después de un día trabajando nos podemos ir a una terraza a tomarnos una cerveza», decía en un mitin. Se da la circunstancia que los contagios y muertos por Covid suponen menos coste político para nuestros gobernantes que muchas de las medidas que adoptan para impedirlos. Evidentemente son muchas las variables que inciden en la mortalidad por Covid en una autonomía u otra, pero parece claro que una mayor implantación de medidas restrictivas suponen una menor mortalidad. Así, se aprecia que si Cataluña, con su población, hubiera tenido la misma tasa de mortalidad que en Madrid, habrían muerto 4.879 catalanes más. Si Cataluña no hubiera tomado las duras medidas que ha tomado, si hubiera optado por la política de Madrid, probablemente habrían muerto una cantidad cercana a esa cifra que ahora están vivos. Lo peor es que, a buen seguro, la opinión pública no les hubiera castigado excesivamente, como tampoco se lo está haciendo a Díaz Ayuso, mientras que sí a Miguel Ángel Revilla. De hecho la propia Ayuso dijo que «si hubiera cerrado bares y restaurantes, habría habido desórdenes sociales».

Mucho me temo que la medida política de cerrar bares, impidiendo tomar cañas a todos los ciudadanos y creando un problema laboral a empresas y trabajadores de hostelería (que bien se podría amortiguar con medidas políticas de ayuda) tiene más coste electoral que algunos cientos de muertos por no decretar esos cierres. La insolidaridad es tal que se castiga una medida que daña poco (no poder tomar cañas en los bares) a muchas personas, aunque haga mucho bien (salvar vidas nada menos) a pocas.

Ocurre algo similar con las vacunas. La ciudadanía no permitirá la muerte de media docena de personas por unas patologías asociadas a las vacunas, sin embargo, aceptará sin protestar cien o doscientos muertos y miles de contagios por suspender una vacunación durante semanas. Los estudios indicaban que los trombos (no todos mortales, por supuesto) por AstraZeneca afectaba a una persona por cada millón que recibían la vacuna. Pero si miramos la mortalidad por habitante en España, podemos calcular que cada día que pasaba con un millón de dosis de vacunas sin poner debido a la medida de precaución establecida por un gobernante, suponía 1,4 muertos diarios (calculándole una eficacia del 70% a la primera dosis). La opinión pública hubiera imputado las remotas y aisladas muertes por trombos al gobernante, pero nunca le hubiera adjudicado los 42 muertos por haber paralizado durante un mes la administración del millón de vacunas que estaban ya dispuestas para distribuirse.

El castigo popular al gobernante se ejecuta por acción pero no por omisión. La desconfianza ante el gobernante es tal, que ve más cercano un daño por su acción (administrarle una vacuna), que por omisión (no administrársela a pesar de encontrarnos en plena pandemia).

Con demasiada frecuencia echamos las culpas de nuestras tragedias a los gobernantes, pero es bueno pensar cuántos de sus daños suceden porque la opinión pública les empuja a hacerlos. O dicho de otro modo, a cuantos políticos premiamos por hacer malas políticas y a cuantos castigamos cuando las hacen buenas.

 

 

 

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