El pasado 30 de noviembre, un muy documentado reportaje del periódico Público repasaba la ofensiva de varios países ricos que se han lanzado a comprar grandes extensiones de cultivo en el Tercer Mundo. Las cifras son elocuentes, veamos algunos ejemplos: una compañía noruega adquirió 38.000 hectáreas de Ghana a un jefe tribal, la coreana Daewoo alquila por 99 años un millón de hectáreas de Madagascar; y en Laos, entre dos y tres millones de tierras cultivables han ido a parar a manos de compañías extranjeras. No hace falta estudiar mucho para llegar a la conclusión de que estos negocios supondrán el control, todavía mayor, de la alimentación por parte de las grandes empresas de los países ricos y dificultará, más aún, el acceso a la alimentación en los países del Sur que no serán ya dueños ni de sus tierras. La FAO no ha dudado en considerarlo “una forma de colonialismo”.
Durante muchos años el discurso político ha estado dominado por las odas al libre comercio y el aplauso a la inversión extranjera. Estas macrotransacciones se ajustarían perfectamente a estas dos fórmulas, y difícilmente se podrá dudar de sus trágicas consecuencias para la comunidad internacional en general y los habitantes del tercer mundo en especial. Dejar la explotación agrícola en manos de extranjeros supone la posibilidad de que las cosechas que podrían alimentarles mediante una humilde agricultura de subsistencia acabarían dedicadas a la exportación hacia los países ricos, donde ciudadanos con mayor poder adquisitivo estarían dispuestos a pagar más por ellas. Ya sucedió con la mano de obra local, que se tenía que dedicar a manufacturar en condiciones de explotación productos para la exportación con los que lograr divisas para pagar su deuda externa.
Las impresionantes ventas de tierras del sur a grandes empresas extranjeras muestran la cara más insultante del mercado y del modelo económico vigente, esas operaciones convierten en una ridícula caricatura los procesos de descolonización del siglo pasado. De qué les sirve la independencia política a los países africanos o asiáticos si sus tierras, su territorio, terminan compradas por una empresa europea.
Vale la pena comparar la pasiva aceptación de los gobiernos que permiten ese pillaje con las políticas de otros, como el cubano, donde ningún extranjero puede comprar ni tierra de cultivo, ni siquiera una propiedad inmobiliaria. Por difícil que pueda ser la situación de la alimentación y la agricultura cubana, siempre la podrán resolver cultivando más y mejor sus tierras, algo que nunca conseguirán hacer los habitantes de Madagascar, cuyos campos son propiedad de una empresa coreana.
Esta barbaridad neocolonial debe servir, de una vez por todas, para romper esos tópicos que defienden la libre compraventa como mecanismo de desarrollo y progreso y mostrar la patraña que supone la inversión extranjera como motor de crecimiento de un país.