Desde su fundación en 1949 y hasta 1999, la OTAN jamás realizó ningún tipo de operación militar contra ningún país. Creada, técnicamente, como alianza defensiva, su propósito era “contener la amenaza comunista” y preservar a Europa occidental de la presunta “amenaza soviética”. En 1992, la URSS se autodestruyó y, con su desaparición, se disolvió el Pacto de Varsovia. Parecía que, al fin, después de 3.000 años matándose entre sí, Europa entraría en una era de paz, desmilitarización y unión. No ocurrió tal. De repente, como caballo que, retenido por el freno —soviético—, se ve libre del hierro, la OTAN se desbocó y entró en una espiral militar-imperialista que la llevó a agredir a la reducida Yugoslavia de Serbia y Montenegro en 1999; a invadir Afganistán en 2001; Irak, en 2003; y a destruir Libia, en 2011.
Cada nueva guerra de agresión servía de escenario para la ampliación de la OTAN. En 1999 entraron Hungría, Polonia y Chequia. En 2004, Bulgaria, Rumania, Eslovenia, Eslovaquia y los países bálticos. En 2009, Croacia y Albania. La OTAN aprovechaba el colapso de Rusia, bajo la presidencia del alcohólico Boris Yeltsin, para extender sus posiciones hasta las fronteras rusas, al margen de la promesa de EEUU a Mijail Gorbachov, último presidente de la URSS, de que la OTAN no se ampliaría hacia el territorio del antiguo Pacto de Varsovia. Hundida Rusia, todo era fiesta y los miembros de la OTAN, con EEUU a la cabeza, se proclamaron policías del mundo.