El socialismo y las luchas de los trabajadores contra sus opresores se ha escrito con múltiples formatos. Mediante una investigación sobre la economía en «El Capital», de Carlos Marx; mediante una proclama revolucionaria como en «El Manifiesto del Partido Comunista», de Marx y Engels; mediante un análisis de las relaciones internacionales en «El imperialismo, fase superior del capitalismo» de Lenin e incluso como una fábula en «Rebelión en la Granja» de Georges Orwell. Jack London aborda en 1908 ese tema como una historia de amor futurista y premonitoria en el Talón de Hierro, un formato que le sirve para denunciar la conformación de un cruel y sangriento sistema capitalista que siembra de muerte y miseria a los trabajadores de todo el mundo y en especial a los norteamericanos en la segunda década del siglo XX.
El Talón de Hierro es la biografía del revolucionario norteamericano Ernest Everhard, capturado y ejecutado en 1932 por haber tomado parte en una frustrada revolución obrera.
Según la novela, siete siglos después de su muerte, aparece un manuscrito de su esposa, Avis Everhard, quien relata un duro período turbulento de la historia caracterizado por la consolidación y advenimiento del Talón de Hierro, un poder económico y político sin precedentes en la humanidad que no dudaría en reprimir a sangre y fuego cualquier intento organizado de enfrentarlo en la defensa de los derechos de los trabajadores. Veinte años después el fascismo dominaría Europa. Tras leer la obra de Jack London, uno tiene la sensación de que no se ha ido, domina el mundo.
Escrito en primera persona por Avis Everhard, una mujer procedente de la clase acomodada, el autor aprovecha la admiración y relación de esta mujer con su futuro marido para desplegar todo un ensayo sobre el capitalismo, sus métodos de explotación y su red de complicidades, porque «el juego de los negocios consiste en ganar dinero en detrimento de los demás, y en impedir que los otros lo ganen a expensas suyas».
Así señala a todos sus cómplices. Ernest Everhard le espeta al obispo: «¿Habéis protestado ante vuestras congregaciones capitalistas contra el empleo de niños en las hilanderas de algodón del Sur?. Niños de seis a siete años que trabajan toda la noche en equipos de doce horas. Los dividendos se pagan con su sangre. Y con ese dinero se construyen magníficas iglesias en Nueva Inglaterra, en las cuales sus colegas predican agradables simplezas ante los vientres repletos y lustrosos de las alcancías de dividendos». O al prestigioso abogado: «Dígame coronel, ¿tiene algo que ver la ley con el derecho, con la justicia, con el deber?». Al periodista: «Me parece que su tarea consiste en deformar la verdad de acuerdo con las órdenes de sus patrones, los que, a su vez, obedecen la santísima voluntad de las corporaciones». Se lo dirá también al ingenuo sacerdote que espera que al día siguiente sus críticas al sistema sean recogidas en la prensa tras haber sido recogidas por los periodistas: «Ni una sola palabra de lo que dijo será publicado. Tú no tienes en cuentan a los directores de diarios, cuyo salario depende de su línea de conducta, y su línea de conducta consiste en no publicar nada que sea una amenaza para el poder establecido».
Su proclama revolucionaria es contundente: «Nuestra intención es tomar no solamente las riquezas que están en las casas, sino todas las fábricas, los bancos y los almacenes. Esto es la revolución». «Queremos tomar en nuestras manos las riendas del poder y el destino del género humano. ¡Estas son nuestras manos, nuestras fuertes manos! Ellas os quitarán vuestro gobierno, vuestros palacios y vuestra dorada comodidad, y llegará el día en que tendréis que trabajar con vuestras manos para ganaros el pan, como lo hace el campesino en el campo o el hortera reblandecido en vuestras metrópolis. Aquí están nuestras manos. Miradlas: ¡son puños sólidos!».
Sus críticas al desigual e injusto reparto de los beneficios de la industrialización resultan absolutamente actuales un siglo después: «Cinco hombres bastan ahora para producir pan para mil personas. Un solo hombre puede producir tela de algodón para doscientas cincuenta personas, lana para trescientas y calzado para mil. Uno se sentiría inclinado a concluir que con una buena administración de la sociedad el individuo civilizado moderno debería vivir mucho más cómodamente que el hombre prehistórico. ¿Ocurre así?. (…) Si el poder de producción del hombre moderno es mil veces superior al del hombre de las cavernas, ¿por qué hay actualmente en los Estados Unidos quince millones de habitantes que no están alimentados ni alojados convenientemente, y tres millones de niños que trabajan?. (…) Ante este hecho, este doble hecho –que el hombre moderno vive más miserablemente que su antepasado salvaje, mientras su poder productivo es mil veces superior-, no cabe otra explicación que la de la mala administración de la clase capitalista; que sois malos administradores, malos amos, y que vuestra mala gestión es imputable a vuestro egoísmo». Un siglo después, en el 2004, seguimos conviviendo con lo obvio.
El autor sabe que la conquista del poder por los trabajadores no será fácil por la vía pacífica institucional ni por la del convencimiento a quienes disfrutan de las mieles del poder y del dinero: «Sabemos, y lo sabemos al precio de una amarga experiencia, que ninguna apelación al derecho, a la justicia o a la humanidad podría jamás conmoveros», le dice el protagonista a un miembro de la oligarquía. Como no podría ser de otro modo, éste le responde con la soberbia de quienes no aceptarán ser desplazados: «Y aunque tuvieseis la mayoría, una mayoría aplastante en las elecciones –interrumpió el señor Wickson-, ¿qué diríais si nos negásemos a entregaros ese poder conquistado en las urnas?». Jack London sentencia la única vía mediante estas palabras de sus protagonista: «Y el día que hayamos conquistado la victoria en el escrutinio, si os rehusáis a entregarnos el gobierno al cual llegaremos constitucional y pacíficamente, entonces replicaremos como se debe, golpe por golpe, y nuestra respuesta estará formulada por silbidos de obuses, estallidos de granadas y crepitar de ametralladoras». Aunque ahora le puedan llamar a ello terrorismo. «El poder será el arbitro. Siempre lo fue. La lucha de clases es un problema de fuerza. Pues bien, así como su clase derribó a la vieja nobleza feudal, así también será abatida por una clase, la clase trabajadora», termina sentenciando Ernest Everhard.
En la obra también existen los personajes que, martirizados por la injusticia, optan por la honesta caridad, tan humana como inútil: «Que cada uno de los que están en la opulencia tome a un ladrón en su casa y lo trate como a un hermano; que se lleve una desdichada y la trate como a una hermana». Es el caso del sacerdote que se derrumba cuando descubre la miseria existente con la complacencia y complicidad de la Iglesia. Su postura no es criticada por el protagonista pero los acontecimientos demuestran su inutilidad.
Para la pequeña burguesía que añora la era preindustrial y que sólo piensan en retornar a ella también tiene un mensaje contundente: «En lugar de destruir esas máquinas maravillosas, asumamos su dirección. Aprovechémonos de su buen rendimiento y de su bajo precio. Desposeamos a sus propietarios actuales y hagámoslas caminar nosotros mismos. Eso, señores, es el socialismo». «Venid a nosotros y sed nuestros compañeros en el bando ganador», les dice a esa pequeña burguesía condenada a ser aplastada por los grandes trusts o unirse al proletariado, «la clase media es el corderito temblando entre el león y el tigre. Ha de ser de uno o de otro».
No faltan las críticas a los partidos tradicionales: «los políticos de los viejos partido (…), los criados, los sirvientes de la plutocracia» y a los sindicatos sumisos: «los miembros de esas castas obreras, de esos sindicatos privilegiados, se esforzarán por transformar sus organizaciones en corporaciones cerradas; y lo conseguirán».
Por su parte la oligarquía recurrirá a la guerra para dar salida a los excedentes humanos («la oligarquía quería la guerra con Alemania por una docena de razones (…). Además, el período de hostilidades debía consumir un volumen de excedentes nacionales, reducir el ejército de parados que amenazaban en todos los países y dar a la oligarquía tiempo para respirar, para madurar sus planes y realizarlos») y las obras faraónicas para sus excedentes económicos («deberán gastar sus excesos de riqueza en obras públicas, como las clases dominantes del antiguo Egipto erigían templos y pirámides con la acumulación de lo que habían robado al pueblo»).
La crueldad de la oligarquía es tal que la salida violenta es la única alternativa muy a pesar del protagonista: «Es inútil, estamos derrotados por anticipado. El Talón de Hierro está ahí. Había puesto mis esperanzas en una victoria pacífica, lograda gracias a las urnas. Seremos despojados de las escasas libertades que nos quedan; el Talón de Hierro pisoteará nuestras caras; ya no cabe esperar otra cosa que una sangrienta revolución de la clase trabajadora. Naturalmente, lograremos la victoria, pero me estremezco al pensar en lo que nos costará».
No hemos de esperarlo, ese sangriento levantamiento contra el Talón de Hierro ya existe en Iraq, en Palestina, en Colombia. Los líderes del Talón de Hierro se hacen llamar democracia y libre mercado, a los pueblos que se levantan les califican de terroristas. A quienes la guerra nos ha pillado sentados en nuestro sillón viendo la televisión debemos de saber que o nos integramos a las milicias asesinas del Talón de Hierro o nos incorporamos a los pueblos que se levantan contra el Talón de Hierro.
«El Talón de Hierro», de Jack London. Editorial Hiru. Hondarribia 2003 www.hiru-ed.com