Hay autores cuyo mérito principal es lograr comunicar muy bien determinadas tesis o teorías políticas, otros facilitan información que ayuda a entender algunas cuestiones, pero existen algunos que descubren, inventan, llegan a conclusiones absolutamente nuevas y brillantes. Yo creo que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han hecho esto último en su libro Comprender Venezuela, pensar la democracia. Mediante la reflexión del caso venezolano, llegan a varias conclusiones, tan sorprendentes como convincentes. Entre ellas, que en Venezuela por primera vez se está convirtiendo en realidad eso que se denomina Estado de Derecho o la tesis de que el capitalismo y la democracia son incompatibles, puesto que “las leyes que dan libertad al dinero se imponen sobre aquellas que regulan los asuntos humanos”.
Una de las contundentes afirmaciones de nuestros autores es que “en este mundo no ha habido Estado de Derecho o Democracia más que en los estrechos límites en los que la llamada instancia política se ha plegado a unos intereses sobre los que el Parlamento tenía vedado discutir o legislar. Así, la Democracia ha sido siempre el paréntesis entre dos golpes de Estado. Un paréntesis que ha durado tanto como la voluntad política de no legislar sobre nada de importancia (al menos en el terreno económico), de modo que, a fin de cuentas, lo que se celebraba y se ha celebrado como Democracia no ha sido, en realidad, más que superfluidad y la impotencia de la instancia política.”
Nos recuerdan con gran lucidez que, en todo el siglo XX, no hay ni un solo ejemplo de victoria electoral anticapitalista que no haya sido seguida de un golpe de Estado o de una interrupción violenta del orden democrático, ni un solo ejemplo en el que se haya demostrado que los comunistas tenían derecho a ganar las elecciones.” Véase Guatemala en 1954, Indonesia en 1965, Brasil en 1964, Chile en 1973, Irán en 1953, Dominicana en 1963, Haití en 1990 y de nuevo en 2004, Nicaragua en 1990, Argelia en 1992, España en 1936, o la red Gladio en Italia y parte de Europa.
De modo que “en una democracia parlamentaria, es benéfico, útil y saludable que las izquierdas tengan entera libertad y perfecto derecho pasarse la vida intentando ganar las elecciones, pero no que puedan ganarlas”. Algo que explica muy bien, cómo los rojos caemos simpáticos y pintorescos a los poderosos cuando somos minoría y cómo comienzan a odiarnos –cuando no a matarnos- al empezar a sumar demasiados apoyos. Por eso los comunistas españoles les parecemos tipos bienintencionados y simpáticos, pero los comunistas cubanos son para ellos unos tiranos.
Es decir, los sistemas que se denominan democráticos se han demostrado sin poder para corregir legalmente las malas leyes y ahí es donde Fernández Liria y Alegre Zahonero empiezan a acusar de complicidad en la farsa a intelectuales, filósofos, historiadores, periodistas e incluso catedráticos de ética, puesto que apenas ninguno de todos ellos se atreve a denunciar esa incompatibilidad histórica entre capitalismo y democracia. Según los autores, la historia del siglo XX nos ha demostrado que, en el capitalismo, “el derecho puede obrar con entera libertad mientras sea superfluo, pero lo que le está vedado, al menos bajo condiciones capitalistas de producción, es meterse en nada que afecte a cuestiones económicas relevantes”.
“Vivimos en una sociedad hasta tal punto chantajeada por sus estructuras económicas que el margen de actuación de la política es, probablemente, uno de los más irrisorios que haya conocido la historia de la humanidad”, afirman. “Lo que no se advertía –añaden- es que lo que la política conquistaba por un lado, el mercado lo robaba por el otro”. Si nos paramos a pensar son constantes los frenos al bienestar que encuentran nuestras sociedades ante su incapacidad o su ausencia de voluntad para poner en tela de juicio principios sacrosantos capitalistas que se consideran intocables e incuestionables para la voluntad popular. Es elocuente el ejemplo de la vivienda en un país como España, donde una generación entera no puede acceder a ella mientras dos millones de viviendas se encuentran vacías, propiedad de personas que ya tienen otra y no las utilizan ni alquilan. El capitalismo está escandalizado con el gobierno de Venezuela por acciones como, por ejemplo, la de nacionalizar un aeropuerto privado. El principal aeropuerto público de acceso a la capital tras el derrumbe de un viaducto ha pasado de encontrarse a una distancia de media hora por carretera a cerca de tres horas, mientras más cerca del centro existía otro privado e infrautilizado. La opción de nacionalizar el aeropuerto privado es a todas luces la que obedece al bien común y colectivo, si embargo, es impensable en un modelo capitalista donde, se supone, es esa colectividad la que tiene el poder. Nuestros autores explican magistralmente esa contradicción de capitalismo y democracia en este antológico párrafo: “El capitalismo es un sistema en el que, por ejemplo, la sobreproducción de riqueza (algo que siempre fue para el hombre motivo de fiesta) supone una falta de mercado y una amenaza de crisis. Un sistema en el que el progreso tecnológico no acorta la jornada laboral, sino que la alarga y precariza. Un sistema en el que la posibilidad de descansar se transforma en el desastre del paro. En el que la guerra, la peor de las calamidades para el ser humano, es el mejor estimulante económico. En el que la producción de armamento supone la más pesada carga para los hombres y el mejor negocio para la economía. En el que a la dilapidación sistemática de recursos y riqueza se le llama consumo y estimulación de la demanda, y a la destrucción del planeta, crecimiento. Bajo condiciones capitalistas, todo aquello que para los seres humanos es un problema, resulta que para la economía es una solución. Y lo que para ellos es una solución, para la economía es un problema”. Es por eso que las autoridades de la Unión Europea multan al ganadero de vacas cuando produce mucha leche y paga dinero al campesino que arranca viñas.
En el panorama actual, el control económico es tan abrumador que de nada sirve la libertad en la medida que es el dinero el que impide que no sean equiparables la libertad de expresión, reunión, organización o de presentarse a presidente de un pobre y de un rico. Por eso no hace falta que haya prisioneros políticos, “no tiene nada de asombroso que no haya presos políticos en un mundo en el que el poder no circula por cauces políticos”.
Y puestos a ser irreverentes y a pensar por sí solos, también nuestros autores critican ese discurso de la izquierda –la no integrada se entiende- que afirma que la idea de un Estado de Derecho es un elemento de la superestructura ideológica de la sociedad burguesa, junto con esos conceptos de derecho, parlamentarismo, división de poderes, ciudadanía, etc… Y por eso, ellos siguen reivindicando las palabras que las Leyes dirigieron a Sócrates: “o nos persuades o nos obedeces”. Sólo que en el capitalismo no hay persuasión posible contra las leyes que cobijan a los poderosos poderes económicos.
Es más, los autores plantean la hipótesis de que “el comunismo sea efectivamente, en sí mismo, mucho más compatible con la democracia y el Estado de Derecho que el capitalismo”. Y si no, véanse los ocho objetivos de Desarrollo del Milenio establecidos por la ONU: 1º Erradicar la pobreza extrema y el hambre, 2º Lograr la enseñanza primaria universal, 3º Promover la igualdad entre géneros y la autonomía de la mujer, 4º Reducir la mortalidad de los niños menores de 5 años, 5º Mejorar la salud materna, 6º Combatir el VIH/Sida, el paludismo y otras enfermedades, 7º Garantizar la sostenibilidad del Medio Ambiente y 8º Fomentar una alianza mundial para el desarrollo. A poco que reflexionemos observamos que esos objetivos son los alcanzados por el socialismo cubano a pesar de todas sus dificultades y acoso y son, precisamente, los no logrados por el capitalismo en el resto del mundo.
Pero para conseguir que esa idea de comunismo como ejemplo máximo de democracia no avanzara entre las sociedades, el capitalismo siempre ha procurado que los intentos comunistas viviesen siempre una situación de asedio, de guerra, y que, como en todas las guerras, se sacrificasen determinados principios que lograran desprestigiar el proyecto comunista. Como dicen Fernández Liria y Alegre, “no hay libertades civiles en tiempos de guerra. Ni bajo condiciones capitalistas, ni bajo condiciones comunistas”.
La izquierda, según los autores, ha cometido el histórico error de regalar el concepto de Estado de derecho al enemigo, en lugar de trabajar por demostrar que “semejante proyecto es imposible bajo condiciones capitalistas producción”. Por ello, hemos sufrido una tradición marxista que “no diagnosticó bien el problema cuando, demasiado a menudo, cargó las tintas contra el parlamentarismo, como si éste pudiera tener algo de malo por sí mismo”.
¿Y qué aporta Venezuela a este panorama? Para los autores, Venezuela es el reto que nos demuestra que las leyes “pueden servir para algo”: “No sólo la izquierda, la humanidad entera debería estar boquiabierta y expectante frente al proceso bolivariano en Venezuela. Lo que se está celebrando en Venezuela es la fiesta del Estado de Derecho. Y hay motivos para creer que en esta ocasión, por una vez en la historia de la humanidad, la fiesta puede salir bien”. Es allí donde la ciudadanía encuentra que tiene la capacidad de influir en su vida política, en las leyes que se aprueban y, por tanto, se siente comprometida en su defensa como en ningún lugar. Sólo entonces se puede entender que un grupo social hasta hace poco, armado e insurreccional como los tupamaros procedentes de un barrio pobre y hacinado de Caracas tengan una pintada en las paredes que rece: “Tupamaros con la Constitución”. En nuestras ricas sociedades, los colectivos reivindican derechos y libertades, pero no las leyes aprobadas en su Parlamento porque saben que ni se cumplen ni les representan. Por ello, como dice el título de este libro, “comprender Venezuela es pensar la democracia”.