Desde sus inicios, la filosofía siempre ha investigado la naturaleza del lenguaje. Ya Séneca explicaba que “el lenguaje de la verdad debe ser simple y sin artificios”. Más tarde, Wittgenstein aseguraba que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente”. Ambos comparten la inquietud extensible a tantos otros filósofos y lingüistas: el conocimiento de las palabras apropiadas para elaborar un discurso que, sin faltar a la verdad, sirva para comunicarnos eficazmente con un semejante.
El escritor y periodista Pascual Serrano publica un nuevo libro, editado en Península, en el que se ocupa del estado actual del lenguaje. A su juicio, el modo en que nos comunicamos se ha visto terriblemente reducido, disminuido, jibarizado, lo que ha supuesto que se destierre “la profundización en los asuntos, la capacidad autónoma de reflexión, la elaboración independiente de conclusiones y el análisis crítico de los acontecimientos”. ¿La razón? Ejercer un mayor control sobre la población. El lenguaje no solo se ha manipulado políticamente, sino que se ha convertido en un arma más al servicio del capitalismo. Las señas de identidad de la comunicación contemporánea son la brevedad y el simplismo, “lo cualitativo del mensaje y de la información ha dejado de tener sentido”, denuncia el autor. Lo peor es que “las audiencias van interiorizando ese formato como el más cómodo y se alejan de exposiciones que aborden la complejidad de los asuntos y que desarrollen procesos de argumentación”.
La sentencia heideggeriana, que afirma que “solo hay mundo donde hay lenguaje”, obliga a preguntarnos de la mano del autor si todo lenguaje, en efecto, puede (y debe) configurar un universo humano. La irrupción de la tecnología en el terreno de la comunicación ha supuesto importantes avances en lo que a su difusión se refiere; sin embargo, también conlleva grandes riesgos, como el aislamiento del individuo: “La ofensiva tecnológico-virtual parece diseñada para sacarnos de la realidad auténtica y meternos en una virtual con el objetivo de neutralizarnos”.
En uno de los capítulos de La comunicación jibarizada hace referencia a la expresión de Steiner que afirma que nuestra civilización es “una civilización ‘después de la palabra’”. ¿En qué sentido se ha “retirado” la palabra de la comunicación?
En la medida en que comenzó el predominio de la imagen, después esta suplantó a la palabra. Basta recordar esos programas de actualidad que consisten en repasarla en un minuto mediante imágenes sin palabras: no existe comunicación alguna asociada a una pantalla. Y esto sucede porque la palabra se ha jibarizado o ha desaparecido. Lo grave es que el verdadero argumento racional que nos diferencia de los animales requiere la palabra. No es verdad que una imagen valga más que mil palabras, yo diría al contrario: mil imágenes jamás podrán sustituir a un argumento elaborado con palabras.
¿Cómo ha repercutido el Plan Bolonia en los programas universitarios? ¿Está justificada la aplicación del concepto “productividad” también a la comunicación?
Nuestro modelo productivo solo necesita conocimiento ligado a algún tipo de productividad. De ahí que la tendencia sea enseñar matemáticas o física para que se forme un ingeniero que produzca algún artilugio; biología y química para que se forme un médico, un veterinario o un farmacéutico que cure enfermedades o ayude a preparar medicinas. Es decir, la educación debe ir ligada no a la cultura, no al enriquecimiento humano, no a conocer el arte o la historia, sino solo a un ámbito productivo según los cánones impuestos por el mercado. Desde este planteamiento, Bolonia, que es el reflejo normativo de los principios mercantilistas de la educación universitaria, debe encargarse de prescindir de todas esas disciplinas que no tienen sentido en la cadena de producción capitalista. En la comunicación sucede lo mismo: solo interesa comunicar, mediante formatos y técnicas compatibles con el mercado. Es decir, espectáculo y convencimiento neoliberal. Evidentemente, ni la enseñanza seria de la filosofía ni de la historia suelen ser muy espectaculares ni ayudan al convencimiento neoliberal; al contrario, ayudan a pensar de forma independiente. Sobran.
¿Existe un “capitalismo lingüístico”, como explicaba Kaplan? ¿En qué consiste?
El problema es que todas las técnicas y materias que terminan siendo apropiadas por el capitalismo pierden todos sus valores para centrarse exclusivamente en servir al mercado. Frédéric Kaplan lo explica en el caso de Google y lo denomina “capitalismo lingüístico”, y consiste en que el buscador se pervierte al servir a la búsqueda del beneficio: te hace navegar más para someterte a más anuncios, te direcciona a los vocablos dominantes y mayoritarios, se deja influenciar por anunciantes y empresas. Pero insisto en que es la naturaleza del capitalismo.
En el libro afirma que ”ha desaparecido la figura del intelectual como referente ético de la sociedad”. ¿Por qué?
Hay muchos motivos. Uno de ellos es el grado de especialización de nuestras sociedades. Lo desarrolla muy bien Gonçal Mayos en lo que denomina “las dificultades para el empoderamiento de la sociedad del conocimiento”. Es complicado que una sola persona nos pueda servir de referencia sobre la energía nuclear, el conflicto colombiano, el proceso de unión europea, el socialismo del siglo XXI y el Tratado de Maastricht. Hace 200 años, un intelectual podía manejarse en gran cantidad de los temas de la agenda de su tiempo. Hoy es imposible. Otro motivo es que, como en tantos ámbitos, son los medios los que consagran a los referentes sociales y, tristemente, terminan siendo los individuos más penosos, pero saben sintonizar con las clases más populares, se mueven bien ante las cámaras y, por supuesto, su discurso no es subversivo. Una gran pregunta sería: ¿puede alguien llegar a ser un referente social sin el beneplácito de los medios y sus dueños? Basta observar que los gobernantes que más apoyo tienen en América Latina, es decir, en las sociedades donde conocen y apoyan sus políticas, son los menos aceptados en Europa, sencillamente porque, en la medida en que eran díscolos, se convertían en objeto de ataque para los medios. Sinceramente, si pudiera darse un gran referente ético a día de hoy, sería peligroso, y por tanto, los medios lo silenciarían o lo criminalizarían.
Por último, ¿tiene algún efecto en la sociedad la masiva exposición a información? ¿Cómo distinguir el “buen” periodismo del “negligente” o, sin más, “mal” periodismo?
En cuanto a la primera pregunta, creo que cada vez más nos estamos inmunizando, creando anticuerpos. Algo así como sucede con la publicidad, ante la que ya no somos tan ingenuos como hace cincuenta años. Pero mientras aumenta nuestro escepticismo, los tanques pensantes mediáticos van reelaborando sus técnicas. Por ejemplo, ya la intencionalidad y la editorialización es más sutil para presentarse como información aséptica y objetiva. Desarrollo esto en Contra la neutralidad. Por otro lado, el ciudadano se siente aplastado por tanta información, y una de sus formas de reaccionar es mediante el consumo superficial, pero creo que llegará un momento en que se rebele y diga basta ante tanta oferta mediocre. El periodismo ha dejado de ser la difusión de algo que alguien no quería que se supiese, como decía Orwell, para ser algo que alguien quiere difundir.
Respecto a la segunda pregunta, un buen termómetro es comprobar si nos está aportando suficientes antecedentes y contexto para comprender lo complejo y su proceso histórico, si sus fuentes están identificadas, si el periodista está en el lugar de los hechos. Pero hemos de reconocer que, al final, se trata de si te fías o no del periodista y del medio. Es como cuando debes operarte del corazón o llevar tu coche al taller, estás en manos del profesional. Es inevitable tener que confiar en alguien. De ahí que el prestigio de una firma o un medio sea fundamental, pero ese prestigio no debería ser el del consenso generalizado, sino el de nuestra propia experiencia. ❖