Hubo un tiempo en que entendíamos que la defensa de la libertad de expresión o la actuación contra delitos que se escudasen en ella correspondía a los poderes públicos. Partíamos de la base de que los poderes públicos, es decir, las instituciones creadas por el Estado democrático, respondían al interés colectivo y se enfrentaban a los intereses particulares de empresas, corporaciones o lobbys que actuaban por intereses particulares o económicos.
Con el asunto del boicot a Facebook por parte de decenas de grandes marcas nos quieren convencer precisamente de lo contrario: de que son esas grandes empresas las que velan por que disfrutemos de un ecosistema informativo saneado.
La campaña pidiendo el boicot a Facebook comenzó el pasado 17 de junio acusando a la red social de falta de compromiso con el control de la información tóxica y el discurso de odio, pero despegó cuando Unilever, uno de los mayores anunciantes del mundo, decidió retirar toda su publicidad de la plataforma. En las siguientes horas, la red social perdió la publicidad de compañías como Coca-Cola, Honda, Verizon o Levi Strauss. Después se sumaría el gigante de las cafeterías Starbucks. Las grandes empresas que apoyan el boicot ya llegan a las doscientas.
Ya antes Facebook decidió retirar la publicidad de la campaña presidencial de Donald Trump para las elecciones estadounidenses de este otoño por infringir su política contra los discursos de odio. Las reacciones de las redes sociales ante mensajes inapropiados se han ido sucediendo. Twitter, Reddit o YouTube han tomado diferentes medidas para intentar frenar la aparición de mensajes relacionados con racismo, homofobia o supremacismo (entre otros) en sus espacios. En concreto, Twitter decidió recientemente empezar a etiquetar como abusivo algún tuit del presidente estadounidense Donald Trump.