El desarrollo del proceso de desescalada y la puesta en marcha de lo que se ha denominado “nueva normalidad” nos ha permitido apreciar el comportamiento de los diferentes sectores económicos. Por ejemplo, hemos comprobado cómo los gerentes de las salas nocturnas han pedido comenzar con su actividad al ser uno de los negocios más restringidos. Sucedió lo mismo como con los clubs deportivos que han presionado para lograr que el público pueda asistir a los grandes acontecimientos deportivos. Por supuesto los hoteles de las zonas de turismo internacional también han apremiado al gobierno para que se permitiera la entrada de turistas extranjeros.
Similar ha sido el caso de los feriantes, que veían que el verano iba a ser ruinoso para ellos.
Anteriormente ya lo hemos visto con los bares y restaurantes, que han logrado, con sus limitaciones, funcionar antes que cualquier oficina pública o centro educativo.
Todos ellos argumentaban, con razón, que su falta de actividad supondría un desastre económico para ellos. Desde prensa y redes se repetían los argumentos de sus defensores apelando a los trabajadores y familias que dependían de esos trabajos.
A la conclusión que yo quisiera llegar es al hecho de que, al parecer, la naturaleza humana lleva a combatir por tus intereses más cercanos obviando los de la comunidad o los de todo el colectivo. Parecía que el criterio de salud pública deja de interesar ante tu necesidad económica. Efectivamente es humano, tan humano como catastrófico si atendemos a esos criterios sectoriales.
Por supuesto que una sociedad solidaria fundada en la justicia social debería atender a los colectivos que se puedan quedar descolgados ante una tragedia, sanitaria, metereológica o de cualquier índole. Pero lo que hemos comprobado es que los sectores económicos se mueven de forma suicida pensando solo en cada uno de ellos. Hoteles, salas de fiesta, salas de conciertos, equipos de fútbol, grupos de música de verbena pedían legislación y permiso para realizar actividades que expertos sanitarios consideraban peligrosas para clientes, trabajadores y, a largo plazo, para el sector si terminásemos con un rebrote de la pandemia.
Este hecho, aparentemente anecdótico y acotado en el tiempo, muestra el carácter destructivo del capitalismo. Un sistema económico que necesita seguir hacia delante sin importarle si lleva a toda la sociedad a un desastre sanitario. Y no se trata de unos empresarios sin escrúpulos, sino también de trabajadores y de ciudadanos que argumentan la necesidad económica de poner en marcha esas actividades. Estamos antes un sentimiento de empatía hacia la maquina autodestructiva del capitalismo y, al mismo tiempo, la falta de sentido común hacia el futuro de una colectividad que se puede ir a la mierda por abrir hoteles, tiovivos o estadios.
No faltará quien me responda que soy yo el egoísta por falta de solidaridad hacia esos trabajadores. Pero el problema es que no ven que el peor futuro para sus actividades económicas es precisamente el agravamiento sanitario que se intenta evitar paralizando esas actividades. El capitalismo es como el niño que quiere asomarse a la ventana sin barandilla sin darse cuenta que se puede caer o como el adolescente que solo desea ir a 180 kilómetros con el coche porque se cree inmortal. Ni a ellos ni al capitalismo podemos dejarlos sin control.