El gobierno español ha destinado 24 millones de euros a comprar fincas del entorno de Las Tablas de Daimiel para evitar que, desde ellas, se fueran extrayendo nada menos que 4.200 millones de litros de agua cada año provocando la destrucción del humedal y el consiguiente desastre ecológico (Público, 15-1-2011). Sin duda hubiera sido peor no hacer nada, hasta tenemos que dar gracias a la Administración, pero vale la pena reflexionar un poco sobre la cuestión. Lo que descubrimos es que, al final, el único modo que existe en el capitalismo para resolver problemas es el dinero. Ni los Estados pueden hacer política alguna si no es comprando y pagando.
En el caso de Las Tablas de Daimiel, en la provincia de Ciudad Real, se descartó establecer una legislación que impidiera a los propietarios de los terrenos adyacentes extraer agua de los acuíferos que pudiera terminar con un parque natural cuyo valor ecológico ha merecido la visita de 400.000 turistas en 2010. Tampoco se planteó una expropiación (por supuesto, con indemnización) justificada por razones de interés común. Además los ecologistas denuncian la existencia de miles de pozos ilegales alrededor de Las Lablas contra los que no se toman medidas. Hoy quedan 10.000 en el acuífero 23, según WWF. Sin embargo, la acción del gobierno ha sido comprar a los dueños de las tierras por el precio que ellos quisieron. Por ejemplo, la Administración debió pagar 14 millones del erario público para comprarle a una familia de terratenientes la finca La Duquesa, nada menos que 565 hectáreas que colindaban con el Parque Nacional y desde las cuales se extraían 2’3 hectómetros cúbicos de agua a los humedales cada año. Si los terratenientes no estuvieran destruyendo las tablas de Daimiel no hubieran podido vender a ese precio, gracias a su atentado al bien común han conseguido hacer un buen negocio de la mano de un gobierno que solo con la chequera puede atreverse a defender el interés público.
Se pueden extraer varias conclusiones. La primera es que estamos haciendo una sociedad en que el Estado tiene sólo el poder y el derecho del dinero que posea, es decir, como los ciudadanos. Somos lo que nuestra cartera pueda pagar. De nada sirven derechos y libertades si no se dispone de dinero para “comprarlos”. Si el ministerio español no dispusiese de los 24 millones de euros, unos latifundistas se hubieran cargado un parque natural declarado bien público -que además no era suyo- con todas las de la ley. La segunda conclusión es que hacer daño al bien común puede ser rentable: llega el gobierno y te paga para que dejes de cometer el crimen. Al fin y al cabo ya se hizo comprando en Almería un hotel que violaba la ley de costas, la comunidad autónoma le pagó a los dueños para poder demolerlo. El próximo paso puede ser comprar una empresa contaminante para que no termine con un río. El empresario contaminador haría entonces mejor negocio que si su empresa no dañara al mediambiente.
Hemos convertido el imperio de la ley y el poder público en un talonario de cheques, sólo mediante los fondos que puedan aportar pueden proporcionar derechos colectivos o responder al interés público. Es el turbocapitalismo.