La llegada de una pandemia, con lo que supone de que nuestra salud se vea condicionada al comportamiento del resto de las personas, nos sitúa, una vez más, ante el debate sobre la prioridad entre derecho individual o derecho colectivo. En unos tiempos en los que el individualismo no deja de ganar terreno y lo colectivo se va abandonando, la tesis de que «o nos salvamos todos o no se salva ni Dios, que parecía tomada de una arenga comunista, resulta que se ha convertido nada menos que en imperativo científico.
Sin embargo, en estos tiempos de orgullo individualista, descubrimos gentes que asocian ese individualismo a rebeldía. No faltan quienes enarbolan con orgullo su resistencia a ponerse mascarilla, a aceptar las limitaciones de desplazamientos o cualquier otra recomendación que, según ellos, procede de un estado coercitivo y represivo que atenta sobre nuestras libertades. Lo lógico es que esos planteamientos procedan de las clásicas mentalidades liberales, que saben que con ausencia de normas universales, a ellos, a los poderosos, les supondrá más ventajas: el adinerado no necesita al Estado para que le garantice prestaciones sociales, no pagarían impuestos y, tendría toda la libertad que su dinero les permitiera, o sea, mucha. Eso explica las movilizaciones del barrio de Salamanca, gente que está acostumbrada a solo sufrir las limitaciones de su cuenta bancaria –o sea, pocas– descubren que pueden ser víctimas de los criterios sanitarios de un gobierno. O razonamientos como aquel de José María Aznar, afirmando que quién era el Estado para decirle que no podía beber si iba a conducir, cuando él ya tenía su propio sentido de la responsabilidad.