Desde hace unos meses el debate político gira en torno a las sentencias judiciales. Sucedió en el juicio de La Manada, el de Alsasua, el de Urdangarín, el de Juana Rivas por la custodia de sus hijos y ahora se ha repetido en el del Procés catalán. Tampoco faltan los debates en torno a otros procesos judiciales de índole menor: la procesión del coño insumiso o la sonada de mocos de Dani Mateo con la bandera de España. El resultado es que los jueces están en el centro de la polémica, con posiciones para todos los gustos. En el caso del Procés, no solo el independentismo está indignado con la sentencia, también lo están los de Vox. En el de Juana Rivas, incluso miembros del gobierno se pusieron de su parte frente en su polémica judicial. Y algo similar sucedió con la víctima de La Manada.
Que la política gire en torno a las decisiones judiciales supone una grave irregularidad democrática. Es razonable que una sociedad se movilice y presione a un gobierno, a un Parlamento o a determinados políticos y puede ser viable incluso que esa presión ciudadana dé sus frutos. Sin embargo, promover el debate político ante las sentencias es algo absolutamente estéril. Por supuesto que las sentencias pueden ser injustas, pero entonces debemos plantear dos opciones: o la ley es injusta, en cuyo caso el objeto de nuestra reivindicación y movilización deben ser las leyes y quiénes las hacen, o los jueces no hacen bien su trabajo, en cuyo caso también los legisladores deberán dotar a la sociedad de un sistema de control sobre los jueces o reformar el actual (CGPJ).
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